Donde, además, mueren los ideales
En Venezuela están muriendo personas, pero junto con ellas está pasando algo más: mueren los ideales y las utopías
No hay remedio. Definitivamente, no lo hay. La crisis venezolana ya ha producido millones de exiliados políticos y económicos, ha arrasado con la democracia de uno de los principales países de la región, ha hambreado a un pueblo, ha producido una alarma general entre los organismos de derechos humanos más respetables y equidistantes del mundo.
Palabras como muerte, censura, presos políticos, tortura, parapoliciales, han vuelto a formar parte de la realidad en uno de los países más poderosos del continente, cuando parecía que ya no se volvería a ello, de tan traumáticas que habían resultado viejas experiencias. Y, sin embargo, la izquierda latinoamericana no reacciona. Aquellos que dicen tener sueños de libertad, de igualdad, de justicia, que luchan contra el neoliberalismo porque “es un sistema que instala el hambre y la represión”, se mantienen en silencio, zigzaguean, titubean frente al Gobierno que más hambre y represión ha producido en la región. En Venezuela están muriendo personas, pero junto con ellas está pasando algo más: mueren los ideales y las utopías.
Porque, ¿con qué derecho alguien podrá reclamar que Jair Bolsonaro viola los derechos humanos, si ha tolerado que Nicolás Maduro mande sus grupos de choque a golpear disidentes por la noche en sus propias casas? ¿Cómo podría reclamar la libertad de Lula quien no cuestiona que persigan a los opositores en Caracas? ¿Qué autoridad tendrá para repudiar un exceso de la policía de Mauricio Macri alguien que calla o consiente que Maduro detenga dirigentes opositores, persiga a la prensa independiente o proteja a los militares cuando disparan contra manifestaciones? ¿Qué derecho tendrá una persona a repudiar el muro de Trump cuando lee que, según Human Rights Watch, la tortura con shocks eléctricos a opositores pasó a ser una práctica habitual en Venezuela y, sin embargo, no reacciona? Hace tiempo que Maduro es muy claro respecto de sus métodos. Si llegó hasta aquí, en parte, es por la complacencia de tantos aliados y amigos.
El colapso venezolano posiblemente todavía no haya tocado fondo. El régimen que comanda Maduro podrá sobrevivir, caer o el país podrá caminar raudamente hacia una guerra civil con aún más muertos y exiliados. Mientras tanto, la tragedia ha puesto a la izquierda latinoamericana en un laberinto similar al que encerró a la izquierda europea en la segunda mitad del siglo pasado, cuando se empezaron a conocer las atrocidades del estalinismo. En Europa rápidamente surgieron formaciones de izquierda disidentes, que repudiaban sin ambigüedades lo que ocurría: no es lo que sucede en América Latina.
Cristina Kirchner, Luiz Inázio Lula Da Silva, Evo Morales, José Mujica no son iguales a Maduro. Todos ellos han respetado las normas de la democracia. Han llamado a elecciones libres, no han encarcelado opositores, no han cerrado medios de comunicación. Entonces, ¿por qué callan? ¿Por qué consienten que, en parte, en su nombre, Maduro persiga a personas por pensar distinto o, simplemente, por manifestar en las calles sus padecimientos? ¿Cómo es posible que concedan en un área tan sensible, los derechos humanos, cuando algunos de ellos fueron víctimas de persecuciones y represión, o sea, que saben lo que significa?
Los métodos de Nicolás Maduro y los suyos representan un cambio histórico en América Latina. Hasta el regreso de las democracias en los años ochenta, las dictaduras eran pronorteamericanas y de derecha. En todo caso, desde una perspectiva liberal, se le podía reprochar a un sector de la izquierda sus métodos de insurgencia, su escasa convicción democrática. Pero las dictaduras de izquierda quedaban lejos, en otro mundo. La izquierda era perseguida: la derecha era perseguidora. Venezuela cambia ese panorama.
Se podrá disfrazar la situación, agitar como siempre el fantasma norteamericano para justificar cualquier cosa, pero lo cierto es que hay millones de seres humanos que piden ayuda porque tienen hambre, y cuando salen a protestar porque tienen hambre, son reprimidos. Para estremecerse, basta con recorrer las denuncias documentadas de los organismos de derechos humanos internacionales o conversar un rato con cualquiera de los miles de exiliados que están cambiando la cara de las capitales del continente. El compromiso con los derechos humanos se debería expresar cuando son violados los derechos humanos de los otros: no es lo que ocurre hoy con la izquierda latinoamericana.
Hace muy poquito se cumplieron 60 años de la revolución cubana. Ese día, Sergio Ramírez, el gran escritor que fue vicepresidente del primer Gobierno sandinista en Nicaragua, recordó la manera en que vivió la entrada de Fidel Castro a La Habana, la inspiración que eso significó para los guerrilleros nicaragüenses que luchaban contra Somoza.
Ramírez sufre hoy, como tantos otros, la dictadura de su viejo amigo Daniel Ortega, que ha causado un baño de sangre en los últimos meses. El final de la nota de Ramírez terminaba con este párrafo: “Cuba, Nicaragua y Venezuela representan modelos obsoletos cuestionados precisamente por encarnar dictaduras militares que violentan los derechos humanos y han fracasado en crear bienestar, eliminando la pobreza, como se supone que era el propósito de las revoluciones. La escogencia hoy no es entre revolución e imperialismo, sino entre autoritarismo y democracia. Y surge para mí otra elección insoslayable, entre izquierda democrática e izquierda autoritaria”.
Una tarea titánica recién empieza para quienes pretenden disputar la hegemonía de la nueva derecha latinoamericana: revivir los ideales que, junto con la gente, mueren cada día en Caracas.
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