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La mano de Pekín lastra la expansión de sus empresas

Los lazos con el Partido Comunista son imprescindibles para las compañías locales, pero frenan su proyección global

Ma Huateng, consejero delegado de Tencent, junto a Jack Ma, fundador de Alibaba, en el 40 aniversario del proceso de reforma y apertura de China.
Ma Huateng, consejero delegado de Tencent, junto a Jack Ma, fundador de Alibaba, en el 40 aniversario del proceso de reforma y apertura de China. WANG ZHAO (AFP)

Cualquier empresa que opere en China —pública, privada o extranjera— es consciente de que su crecimiento y triunfo en el mayor mercado del mundo depende, en parte, del beneplácito del poderoso Partido Comunista Chino (PCCh). Los vínculos entre el mundo corporativo y el político son evidentes en el país tanto a nivel local como nacional e incluso pueden resultar imprescindibles para sobrevivir. Esta afiliación política, sin embargo, se convierte en un enorme dolor de cabeza para aquellas grandes empresas chinas que, sin ser de propiedad estatal, operan en el extranjero o tratan de expandirse en el mundo. Los recelos se disparan si además la firma es tecnológica, como ha ocurrido recientemente con Huawei en algunos países como EE UU, con quienes el gigante asiático ha entrado en una batalla por el control de la tecnología 5G.

En su constitución, el PCCh establece que cualquier empresa en la que trabajen tres o más de sus miembros debe constituir una célula del partido dentro de ella. Teniendo en cuenta que la formación política tiene 89,5 millones de miembros, el 73% de todas las empresas privadas del país cuentan con al menos una de estas unidades. Su función es “guiar y supervisar las empresas para que cumplan estrictamente con las leyes, unir a los trabajadores, salvaguardar los derechos e intereses legítimos de todas las partes de acuerdo con la ley y construir una cultura empresarial que promueva el desarrollo sano de las empresas”, estipula la norma.

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“Quiero ser muy claro al respecto: Yo me siento en el Consejo de Administración de Alibaba y allí no hay nadie del Partido diciéndonos lo que debemos o no hacer”, aseguraba ante un grupo de periodistas el pasado noviembre Michael Evans, el presidente de este gigante del comercio electrónico. Días después, en cambio, trascendió que Jack Ma, el fundador del grupo, es miembro del Partido Comunista. La empresa, de hecho, tiene en sus filas a más de 7.000 afiliados a la formación, que se agrupan en más de 200 células. Son cifras habituales en las grandes compañías privadas del país, que como el mismo partido, se nutren de empleados formados en los campus universitarios de élite.

En general, estos grupos —al menos hasta ahora— no han influido directamente en la toma de decisiones de las compañías privadas y ejercen un papel simbólico. Pero el actual presidente chino, Xi Jinping, ha optado por reforzar el control del Partido Comunista en todas las esferas de la sociedad china, incluido el sector privado.

Ante esta tesitura, algunos altos directivos han mostrado una renovada lealtad al partido, al tiempo que otros se quejan en privado de intentos de interferir en sus negocios. La presión es especialmente acuciante en el caso de las empresas tecnológicas, un sector que se ha desarrollado en China prácticamente al margen de la influencia directa del Partido (aunque las autoridades han sido decisivas en, por ejemplo, bloquear la entrada de varias tecnológicas extranjeras). “Nosotros no tenemos ningún problema con la gente del partido ni sus actividades, pero no queremos que se entrometan en cuestiones operativas”, asegura un alto cargo de una firma dedicada a la intermediación financiera.

La influencia del Partido en el sector privado trasciende de estos comités y puede ser definitivo para el devenir de cualquier empresa. Unas buenas conexiones pueden asegurar subvenciones, deducciones fiscales o crédito abundante, pues los bancos son estatales. Pero son también un arma de doble filo: este año, por ejemplo, las autoridades consideraron que algunos de los mayores grupos privados del país representaban un riesgo sistémico para la economía china y desmantelaron parte de sus negocios sin pestañear.

El conglomerado Wanda se vio obligado a deshacerse de varios de sus activos para repagar su deuda. La aseguradora Anbang fue directamente intervenida y su equipo directivo reemplazado por administradores públicos.

Leyes como la de seguridad nacional o la de ciberseguridad, que obligan a las empresas que operan en China a almacenar sus datos en servidores que se encuentren en territorio del gigante asiático —muchas veces controlados por empresas de capital público—, aumentan la desconfianza en estas grandes compañías fuera de China. Y grupos como Huawei, ZTE o Lenovo han visto mermadas sus ambiciones en algunos mercados extranjeros, mientras otras empresas de sectores no tan delicados como el de la tecnología 5G avanzan con menos escrutinio.

Pero todas defienden su independencia y explican que se deben solamente a sus accionistas. La cuestión es cómo procederán cuando las prioridades e intereses de estos no coincidan con los del Partido Comunista.

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