Patria y Partido: así se convirtió Xi Jinping en el hombre más poderoso de China
El presidente chino vio rechazada siete veces su admisión en el Partido Comunista
Siete veces la respuesta fue "no". El joven Xi Jinping, enviado durante la Revolución Cultural a reeducarse a una aldea del norte de China, deseaba ingresar en el Partido Comunista. La contestación siempre era la misma: imposible. Su padre, Xi Zhongxun, antiguo héroe de la Revolución, había caído en desgracia y manchaba el pedigrí familiar. El futuro presidente solo lo consiguió a la octava, en 1974, después de persuadir con un desayuno de huevos fritos a un joven dirigente local para que respaldara su candidatura. Según ha contado, aquella experiencia fue como volver a nacer. “Se hizo más rojo que el propio color rojo”, ha contado uno sus amigos de antaño a un embajador estadounidense.
Hoy, Xi Jinping es sin duda el hombre más poderoso de China desde la época de Mao Zedong. Un líder que, confirmado y sin límites temporales a su mandato, promete hacer época. Y su gestión aún tiene como guía el principio que abrazó en aquellos años 70: “El Partido, el Gobierno, el Ejército, la sociedad, la educación, el norte, el sur, el este y el oeste: el Partido está por encima de todo”.
La sesión anual de la Asamblea Nacional Popular, el Legislativo chino, se clausuró esta semana tras quince días de trabajos que han equivalido, en la práctica, a una larga ceremonia de coronación del hombre al que algunos expertos han dado en llamar “el nuevo emperador rojo”.
Los legisladores aprobaron una reforma constitucional que le permite mantenerse en el puesto mientras lo desee y que convierte su ideología en parte de la ley china. Una reforma de las estructuras de Gobierno que entregan mayor poder al Partido Comunista. Unos nombramientos en puestos clave que le rodean de asesores absolutamente leales. Un nuevo poder, la Comisión Nacional de Supervisión, que se sitúa en la jerarquía de mando al mismo nivel que el Gobierno o el Tribunal Supremo. Todos, logros impensables para sus predecesores inmediatos y que ponen en manos de Xi un poder colosal.
Sus defensores -y dentro de China son muchos- sostienen que son cambios necesarios. Su acumulación de poder, sostiene la analista Yangmei Xie, de la consultora Gavekal Economics, “no es mero politiqueo que tenga como fin el beneficio propio”, sino “hacer la autoridad central más eficiente y más capaz de ejecutar su visión”. El líder chino, explica Xie, actúa movido por “una visión estratégica a largo plazo”: llevar a China a una posición de grandeza mundial. Es, según el mantra que se repite una y otra vez en los discursos oficiales, “el sueño chino del rejuvenecimiento de la nación”.
Otros expertos mantienen una visión menos optimista. La concentración de poder aumenta la posibilidad de que se tomen decisiones erróneas que los dirigentes de menor rango no puedan o no se atrevan a corregir. La eliminación de plazos de permanencia en el poder puede dar paso a un proceso de sucesión caótico.
“Estas reformas han roto el legado político de Deng Xiaoping”, opina el comentarista político Wu Qiang, “quiere establecer un Nuevo Maoísmo, que también tiene un componente nacionalista. Su así llamada reforma se encamina a construir la Gran Nación China, una nación-Estado. Un Estado, una nación, un Partido y un líder. Es el camino que tomó la España de Franco en los años treinta".
Aún hay mucha distancia entre el fundador de la “Nueva China” y Xi Jinping, y la dinámica sociedad china actual, más próspera y conectada con el exterior, es muy diferente a la de la Revolución Cultural. Pero va surgiendo lo que parece un creciente culto a la personalidad: “Gran Líder del Pueblo”; “Guía del Pueblo”; “Núcleo del Partido”; “Timonel de la Nación”. Así le han ensalzado estos días los medios de comunicación estatales y los altos cargos. En cualquier ciudad de China, las calles están salpicadas de carteles con su nombre y sus lemas.
Pocos previeron ese giro en los acontecimientos cuando Xi fue nombrado secretario general del Partido, presidente de la Comisión Militar Central y jefe de Estado entre noviembre de 2012 y marzo de 2013. Los analistas occidentales predecían entonces que Xi sería un líder relativamente débil, o se revelaría un reformista como su padre, ideólogo del milagro económico de Shenzhen. Ninguna de las dos ideas han resultado ciertas.
A lo largo de sus primeros cinco años de mandato, gradualmente, este “príncipe” hijo de una de las grandes familias del régimen comunista supo ir acumulando una a una las riendas de poder.
La ingente campaña contra la corrupción fue uno de sus grandes instrumentos, que le permitió purgar a sus grandes enemigos políticos y desmantelar facciones de poder. El ex jefe de los servicios de seguridad interna, Zhou Yongkang, fue uno de los primeros “tigres” (altos cargos) en caer. Le siguieron los principales jefes militares, gobernadores y reguladores económicos.
La ley se convirtió en otro instrumento para aumentar el control sobre la sociedad civil: abogados de derechos humanos, feministas, “bloggers” lenguaraces o activistas laborales fueron detenidos y, en muchos casos, condenados a años de cárcel. Periodistas, académicos y representantes culturales recibieron órdenes de mantener una estricta adhesión: “ustedes deben apellidarse Partido”, dijo Xi en una visita a las sedes de los principales medios de comunicación estatales en 2016.
Junto a la fuerza, también recurrió a la épica. Su lema del “Sueño Chino” abarca una poderosa “narrativa moral”, en la que tras un siglo de abusos por parte de Occidente el Partido Comunista está haciendo justicia y “finalmente, China quedará restaurada como una poderosa nación” en el mundo, explica Kerry Brown, director del Centro Lau de Estudios Chinos en el King´s College londinense.
La lucha contra la corrupción y el discurso optimista le han granjeado una fortísima popularidad en China, donde el nivel de vida sigue creciendo y donde el ciudadano medio -a diferencia de Europa- tiene la convicción de que el día de mañana será aún mejor que hoy. “La mayor parte de la gente vive como quiere”, explica Brown, “la política les aburre, y finalmente ven un líder agasajado en el exterior. Les gusta el aura que ahora rodea a China”.
Aunque incluso entre ciudadanos que se declaran fervorosos partidarios, el hecho de que haya eliminado los plazos para su mandato genera muchas caras de incredulidad. Al fin y al cabo, Deng instituyó esos límites para evitar que se repitieran los excesos del maoísmo y la posibilidad de un líder perpetuo. Xu, una administrativa de 34 años, se encoge de hombros. “No quiero ver a un viejo perpetuarse en el poder, desde luego. Pero si Xi necesita más tiempo para arreglar los problemas del país, y los arregla, ¿por qué no dejarle?”
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