Cuba pone freno al crecimiento de los trabajadores por cuenta propia
El Estado regula el número de actividades y licencias de los cuentapropistas mientras la nueva Constitución reconoce algunas formas de propiedad privada
Desde la paladar (restaurante privado) más famosa de La Habana, frecuentada por las celebridades que visitan la isla, al más humilde fosforero (persona que recarga mecheros), todas las actividades económicas englobadas bajo la etiqueta del cuentapropismo, o trabajo por cuenta propia, han experimentado un espectacular auge en Cuba en los últimos años. Tanto, que el 7 de diciembre entrarán en vigor nuevas regulaciones para ordenar este resquicio de propiedad privada que aglutina a emprendedores, profesionales autónomos y simples sobrevivientes, como los modestos fosforeros o las mujeres que venden zumo a la puerta de sus casas. El éxito del cuentapropismo —un cajón en el que también caben tiendas de ropa cool, organizadores de fiestas de quince años, manicuristas o exitosos dulceros— amenazaba con desbordar el cauce oficial de planeamiento económico del país. Crecimiento sí, pero con orden y concierto, es hoy la consigna oficial.
La nueva Constitución cubana consagra algunas formas de propiedad privada, pero emprender sigue siendo sinónimo de resolver, el verbo más utilizado en la vida cotidiana: ir parcheando necesidades e imprevistos. Sin un mercado mayorista donde proveerse, y sujetos a un abastecimiento aleatorio —la misma carta de las paladares puede verse afectada a diario por la falta de este o aquel producto—, los cuentapropistas ejercitan la imaginación y su propia capacidad de iniciativa en una reválida casi diaria. Como el resto de los cubanos.
Idalmis Álvarez, directora de atención y control al Trabajo por Cuenta Propia del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, define el cuentapropismo como “una actividad económica que lleva muchos años, con muchas modalidades, desde los noventa se ha actualizado varias veces, con una gran actualización en 2010. No es algo estático, sino un proceso sometido a evaluación y perfeccionamiento. A finales de octubre había registrados 588.916 cuentapropistas, el 13% de la población ocupada”. En su día una auténtica revolución conceptual, hoy es “una opción de empleo que vamos a potenciar, pero de forma ordenada, para mejorar la actividad y el control de la misma”.
El 28% de los cerca de 600.000 cuentapropistas son jóvenes, y el 33%, mujeres. Los sectores más representados son la restauración (paladares y cafeterías), con el 9% de las licencias; el transporte (taxis, el 9%) y el arrendamiento particular (6%), una opción de alojamiento para turistas cada vez más popular. El éxito del cuentapropismo disparó hasta 201 el número de actividades, que a partir de ahora se refundirán en 123; las nuevas normas establecen también la limitación de licencias por cabeza, solo una por persona física, lo que restringirá por ejemplo el aforo de restaurantes o cafeterías (hasta ahora cada licencia permitía 50 plazas). En este proceso vivo, de transformación, con licencias que regulan actividades, sucede también a la inversa. “A solicitud de los propios trabajadores creamos la actividad de panadero dulcero [pastelero]”, recuerda Álvarez, algo que recuerdan a cada trecho golosos negocios llenos de merengue y colores.
“Los cuentapropistas deben solicitar su licencia, registrarse y, a partir de la autorización, tributar según la actividad que desempeñen: no tributa lo mismo una paladar que un fosforero. Hay líneas de crédito y bonificaciones fiscales y aunque es cierto que no existe un mercado mayorista para abastecerse, estamos trabajando para solucionarlo y se ha hecho algún intento para proveer a las cooperativas”, añade Álvarez.
La artesana Yami Palomba, cuentapropista desde hace dos décadas, lamenta la subida del precio de la licencia y sobre todo la falta de insumos. “El Estado se ha dado cuenta de que uno de los principales sustentos de la economía del país éramos nosotros y nos aumentó las tarifas. Pero para los pequeños es más inversión que ganancia. Tenemos que recurrir al mercado minorista como cualquier otro cubano, y eso reduce el margen de beneficio y fomenta la especulación. Por eso, junto a cuentapropistas que se han hecho ricos, son más los que han fracasado”, explica.
Falta de materias primas
La falta de materia prima para confeccionar sus diseños empujó a la pareja formada por la cubana Idania del Rio y la española Leire Fernández, propietarias de la marca de ropa Clandestina, a reutilizar prendas usadas. Fundado en 2015, el negocio emplea hoy a 30 personas, desde costureras a impresores o especialistas en marketing digital, cada uno de ellos con su respectiva licencia cuentapropista. Su tienda, en la Habana Vieja, es destino obligado para los turistas, y en el exterior cosecha gran éxito en EEUU, hasta el punto de colaborar con Google, con quien hace unos días realizó un desfile en La Habana.
“Aprendemos e innovamos, vamos a palo de ciego. Mandamos al responsable de comercio electrónico a hacer un curso de marketing a Miami y nos surtimos de algodón en una cooperativa de Carolina del Norte. Todo lo hacemos nosotros: compramos, producimos, vendemos”, explica Fernández, que se encarga de la vertiente internacional de la marca al poder sortear mejor, como española, el embargo de Estados Unidos.
“La dificultad inicial de reutilizar ropa de segunda mano, que planteaba complicaciones a las costureras, se ha convertido en la filosofía del proyecto. Hemos hecho de la dificultad provecho, algo por otro lado muy cubano”, explica Del Río, una diseñadora que descubrió en un viaje a Uruguay en 2004 “una economía emergente, creativa, joven e impulsada por Internet. Me dije ‘por qué no hacer eso en Cuba’, y ese fue el estímulo para crearlo aquí”. “El cuentapropismo está siempre innovando, no hay ninguna área de confort y vas a salto de mata”, añade Fernández.
Todos los cubanos son emprendedores, tengan o no licencia, coinciden las creadoras de Clandestina, que vende vanguardistas líneas de ropa y accesorios y trabaja con cooperativas locales “para crear tejido social en una isla con mucho potencial, y para evitar que los jóvenes se vayan. Ganar dinero es el medio para conseguir todo eso”. El miedo a una presunta riqueza excesiva de los emprendedores, que para muchos está tras el freno al sector, no debería asustar al Estado, opinan las creadoras de Clandestina. “No se puede luchar contra la riqueza, sino contra la pobreza. Está bien regularizarlo todo, que todo sea legal, pero no se puede generar desánimo, porque es el peor ambiente para el cuentapropismo”.
Paladares contra las cuerdas
El cuentapropista Miguel Ángel Morales heredó de su abuelo, un asturiano que emigró a Cuba a comienzos del siglo XX, una hermosa casona en la Habana Vieja. En sus inicios licorería, luego nacionalizada tras el triunfo de la revolución en 1959, reabrió sus puertas como paladar en 2011, un año después de que las autoridades dieran un gran impulso al cuentapropismo. Hoy, el restaurante La Moneda Cubana alberga también un centro de capacitación de jóvenes como restauradores. “Es un proyecto comunitario, con talleres de formación apoyados por el Ministerio de Trabajo, el Gobierno local y la Oficina del Historiador de La Habana, y títulos reconocidos por la Universidad Católica de Murcia. Ahora mismo estamos formando a 1.500 jóvenes en las distintas materias relacionadas con la restauración”, explica Morales.
Muchos de los que han pasado por los talleres han abierto ya su propio negocio, e incluso algunos trabajan en el extranjero o en los cruceros que recalan en la isla. “En principio nos dirigíamos a jóvenes desempleados que tampoco estudiaban, para hacerles ver que había una alternativa al sector estatal para mejorar su calidad de vida, una verdadera alternativa de empleo. Hoy tenemos muchas más solicitudes de las que podemos atender. Este proyecto genera empleo, y por tanto vida, en el entorno”, concluye Morales.
Su negocio, ubicado en pleno centro turístico y "muy próspero", admite, se verá afectado también por las nuevas limitaciones al sector. Propietarios de otras paladares reconocen amparados en el anonimato el revés que supone para sus establecimientos la limitación de licencias. "Tengo un aforo de 150 personas porque ahora tengo tres licencias, obtenidas legalmente [una para paladar, otra para cafetería, otra para bar] y por las que pago lo que corresponde. Pero si debo renunciar a dos, tendré menos clientes, ingresaré menos y me veré obligado a despedir a parte de mis trabajores; así no se puede emprender", dice un restaurador, que lamenta también la inexistencia de un mercado mayorista y las dificultades diarias para el suministro de productos.
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