“Estamos desesperados”: 115 días atrapados en un limbo migratorio en Texas
Una centroamericana relata desde la prisión su cautiverio tras ser separada de su hijo durante un mes tras cruzar la frontera. Desde julio, están encarcelados juntos mientras piden asilo en EE UU
En una cárcel para inmigrantes en Texas, seis madres y sus seis hijos han convertido la habitación con literas en la que languidecen en una especie de refugio ante el horror. El trauma unió a las mujeres: se conocieron cuando fueron separadas de sus hijos al cruzar ilegalmente la frontera entre México y Estados Unidos. Pero su paciencia se agota. Lucía, una inmigrante centroamericana de 33 años, y su hijo de 11 llevan 115 días en el centro de detención de inmigrantes de Dilley, el más grande de EE UU. Llegaron el 23 de julio tras pasar más de un mes arrestados por separado. Lucía no sabe si algún día serán liberados. “Estamos desesperados”, denuncia en una entrevista telefónica desde la prisión. “No vamos a aguantar mucho tiempo”.
Los abogados de Lucía, el seudónimo que pide utilizar, y otras 36 familias de inmigrantes consideran ilegal su detención indefinida. Una sentencia judicial de 2015 obliga al Gobierno a no mantener más de 20 días encarcelados a los menores de edad (solos o con sus padres). La Administración de Donald Trump, que ha demonizado la inmigración irregular, alegó inicialmente que las madres indocumentadas permanecían en prisión porque no superaron la entrevista inicial de sus solicitudes de asilo en EE UU. En cambio, los letrados esgrimieron que las entrevistas eran inválidas porque se habían llevado a cabo cuando las madres estaban traumatizadas por la separación de sus hijos, como parte de la política impulsada por Trump. Lograron que las entrevistas se repitieran recientemente y esta vez sí las superaron.
“Sin embargo, no se les ha dicho si serán liberados y cuándo. Esto va en contra del procedimiento habitual en Dilley, que es que las familias reciben la autorización a ser liberadas en el mismo momento en que reciben una decisión positiva [sobre su petición de asilo]”, dice Katy Murdza, una de las abogadas que representa gratis a los inmigrantes. Tras ser excarcelados, las autoridades permiten a los indocumentados (a muchos se les coloca un geolocalizador fijo en sus tobillos) vivir y trabajar en EE UU hasta la celebración de un juicio sobre su solicitud de asilo. En los últimos años, apenas un 20% de centroamericanos ha acabado recibiendo protección. El Gobierno de Trump ha endurecido el proceso, lo que garantiza un desplome en las concesiones de asilo.
Por motivos de seguridad, Lucía declina dar su nombre real ni su país de procedencia. También rehúye detallar los motivos de su huida junto a uno de sus tres hijos (los otros dos permanecen con familiares en su país). “Fue algo que me pasó, estaba siendo perseguida por alguien y la vida de mi hijo corría mucho peligro”, explica. En EE UU, buscaba seguridad: “En este lugar no creo que nos puedan encontrar”.
La policía fronteriza estadounidense la detuvo a ella y al chico el pasado 13 de junio. Los llevaron a la “hielera”, el apodo -por sus bajas temperaturas- del centro de detención en el que los inmigrantes pasan sus primeros días. Una vez allí, las autoridades la separaron de su hijo sin explicárselo. “No me dijeron que me lo iban a quitar, solamente se lo llevaron y creí que después nos íbamos a ver y no fue así”, cuenta. A los siete días, el 20 de junio, presionado por una ola de repudio global, Trump derogó la política de ruptura de familias de inmigrantes, iniciada en abril como parte de su cruzada antimigratoria y que buscaba desalentar la llegada de indocumentados.
Ya era tarde para Lucía. Estuvo separada de su hijo alrededor de un mes. “Fue lo peor que me pudo haber pasado en la vida. Nunca, nunca me imaginé algo parecido. Fue horrible porque no sabía dónde estaba, no sabía cómo estaba siendo tratado”, relata la mujer. Sin esperárselo, poco antes de ser reunificados, un oficial de la cárcel en la que permanecía le comunicó que podía hablar por teléfono con su hijo. “Él estaba llorando, diciendo que no aguantaba más”, rememora.
Cuando volvieron a estar juntos, hubo mucha emoción pero también sorpresa. “Me parecía que le habían hecho algo porque era otro, se quedaba callado”, explica. “Llegó rebelde y enojado. Me decía que yo tenía la culpa por lo que había pasado y de repente se ponía a llorar. Estaba como deprimido”. Lucía teme que muchos menores podrían haber sufrido abusos durante el periodo de separación de sus madres. Ha habido acusaciones de negligencias en varios centros. Las autoridades penitenciarias también la culparon a ella de la segregación del menor: “Nos decían que nosotros somos los culpables, que estábamos usando a los niños para llegar, que venimos a regalárselos al presidente y que no íbamos a volver a verlos”.
“Tortura psicológica”
A finales de julio, madre e hijo fueron trasladados a Dilley, con capacidad para más de 2.000 inmigrantes. Lucía dice haber sufrido una “tortura psicológica” desde que la separaron de su hijo y ahora afronta con agonía cómo la mayoría de inmigrantes están pocos días en la cárcel mientras ellos permanecen sine díe. “Lo único que quiero es salir de este lugar porque ya no podemos estar más aquí, no aguantamos la situación, ya no podemos dormir, ya no podemos comer ni nada”, exclama. Frente al menor, sin embargo, intentar aparentar fortaleza.
La inmigrante centroamericana dice que nunca se imaginó que su llegada a EE UU sería tan devastadora. Pensaba que, como mucho, iba a pasar uno o dos días encarcelada. Pese a todo, defiende su éxodo y aún sueña con poder vivir el resto de su vida en EE UU. “No se trata de si me arrepiento o no, la cosa era de que me tenía que venir porque no podía estar más allá”, afirma. Y exhala con preocupación cuando se le pregunta qué supondría ser deportada a su país: “Sería lo peor que me puede pasar”.
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