Huir de las pandillas ya no es suficiente para lograr asilo
Solo dos de cada diez centroamericanos consiguieron protección entre 2012 y 2017. Trump ha endurecido aún más los requisitos dentro de su cruzada antinmigración
Silvia, una salvadoreña de 28 años, respira aliviada. “Ahora estoy tranquila”, cuenta. Su batalla, sin embargo, casi está perdida desde el principio. Acaba de declarar, junto a su hija Dayra Sofía, de seis años, ante la juez de inmigración Quynh Bain, en Arlington (Virginia). Su petición de asilo para poder quedarse en Estados Unidos sigue adelante y el juicio final sobre su caso se celebrará en 2019. Silvia aspira a ser una excepción: solo dos de cada diez inmigrantes centroamericanos logran esa protección, lo que permite quedarse legalmente de por vida y optar a la nacionalidad.
Su historia ilustra las crecientes dificultades de los inmigrantes indocumentados en los Estados Unidos de Donald Trump. En sus 21 meses de presidencia, el republicano ha demonizado la inmigración y ha adoptado múltiples acciones para rebajar la llegada de extranjeros. Su fiscal general, Jeff Sessions, ha endurecido las condiciones para recibir asilo y ha creado un sistema de cuotas que alienta a los jueces a tramitar casos con rapidez.
Desde el pasado junio, la violencia doméstica o de pandillas en el país de origen del solicitante ya no basta como único motivo para superar el filtro que permite pedir protección en EE UU. El resultado ha sido un desplome de las aceptaciones iniciales, lo que se espera que rebaje todavía más las concesiones de asilo. Entre 2012 y 2017, la tasa de rechazo de peticiones de asilo a salvadoreños fue del 79,2%, muy similar a la de hondureños y guatemaltecos, según cifras oficiales obtenidas por investigadores de la Universidad de Syracuse.
Sessions, símbolo de la mano dura contra la inmigración, y diversos políticos conservadores se quejan de que hay inmigrantes que no se presentan a los juicios sobre asilo para poder quedarse ilegalmente en EE UU. Las organizaciones migratorias cuestionan que ocurra con frecuencia.
El Salvador, Honduras y Guatemala son los tres países de procedencia de la mayoría de inmigrantes indocumentados que entran a EE UU. Silvia, que prefiere no dar su apellido, podría ser uno de los miles de centroamericanos que recorren ahora México en una caravana rumbo a la frontera estadounidense y que sueñan con lograr asilo. Junto a Dayra Sofía y otro hijo de cuatro años, se presentaron en octubre del año pasado en un puesto fronterizo en Hidalgo (Texas) tras un extenuante viaje de 22 días en autobús y caminando desde la ciudad salvadoreña de La Unión. Pasaron detenidos un par de días hasta que se les permitió viajar hasta Virginia para reagruparse con un familiar.
Para el periplo desde El Salvador, Silvia recibió “un préstamo de 12.000 dólares” que ahora devuelve trabajando como limpiadora. “Fue duro llegar aquí”, confiesa tras la vista. Su historia es calcada a muchas otras: la violencia de las pandillas la llevó a huir: “Me amenazaban con quitarme a uno de mis niños”.
En la pequeña sala número siete del tribunal de inmigración de Arlington se agolpaban el pasado martes los sueños y temores de una treintena de indocumentados centroamericanos. Muchos están aquí con sus hijos de corta edad, que se distraen mirando al techo o leyendo libros infantiles que agarran de una estantería. Parecen ajenos a lo que está sucediendo, aunque sea crucial para su futuro: la juez Bain debe decidir si prospera la solicitud de asilo presentada por sus padres, lo que determinará si se pueden quedar legalmente o son deportados. “Podrías ser expulsado”, le advierte a uno.
El tribunal, que depende del Departamento de Justicia, ocupa una planta de un edificio de oficinas, rodeado de hoteles y sedes de empresas a las afueras de Washington. El español es el idioma dominante. Los inmigrantes entran y salen de las salas de vistas, algunos charlan entre ellos y se cuentan, por ejemplo, cuánto les cuesta la minuta de sus abogados. En una pared, figura el letrero del llamado “centro de autoayuda legal” para extranjeros sin letrados. En la oficina, cuelga una fotografía de Trump y otra de Sessions.
Los inmigrantes que testifican ante Bain tuvieron suerte. Evitaron el trauma de ser separados de sus hijos, como hizo durante dos meses la Administración a todas las familias que cruzaran ilegalmente la frontera. Una ola de repudio forzó a Trump a derogar la política el pasado junio.
“Buenos días”, dice la juez. Silvia lleva auriculares para escuchar la traducción al español que hace una intérprete. Su hija comparte silla con su abogada. La magistrada revisa los antecedentes y le pide a Silvia que firme su solicitud de asilo y la de la niña. Lo hace la letrada. La juez le pregunta cuántos años tienen sus dos hijos y en qué curso escolar están. Silvia responde y Bain esboza una sonrisa. Ha dado visto bueno a los papeles y anuncia la fecha de resolución del caso: “Nos vemos el 9 de julio de 2019”.
Ahora es el turno de Araceli García, salvadoreña de 37 años, que es llamada a testificar ante la juez. Su hijo Brandon, de seis, se queda de pie junto a ella. Coloca su oreja en el reverso del auricular mientras abraza a su madre. Bain les pregunta a qué país querrían ser deportados. La inmigrante rechaza responder. La abogada del Gobierno lo hace sin titubeos: “El Salvador”. La magistrada vuelve a interesarse por si el niño está contento en la escuela. García asiente. “Encantada de oírlo”, le responde Bain. El proceso se resuelve en 10 minutos. El juicio se celebrará el 19 de julio.
El caso de esta inmigrante es complicado porque llegó a EE UU en 2016 —tras un viaje de 12 días en autobús desde El Salvador, donde escapó de la inseguridad rampante— y solo puede solicitarse asilo en el primer año en el país. Pide un permiso de trabajo para residir legalmente. Ahora vive de la ayuda de su familia y confía en permanecer en Estados Unidos: “Si Dios me lo permite y los jueces. Dios sabrá lo que me tiene preparado”.
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