El caldero de José Arcadio Buendía
Los laboristas reinterpretan viejas propuestas de los años setenta en su programa económico
Solo el Nuevo Laborismo de Tony Blair y Gordon Brown durante los años noventa, la era de la Cool Britannia que se encantaba a sí misma, consiguió enmudecer el hervidero de corrientes ideológicas que ha sido siempre la izquierda de Reino Unido. Agazapados, a la espera de tiempos mejores, quedaron los seguidores de Tony Benn. En la jerga política sigue vigente el término "bennismo" o "socialismo bennista" para referirse a la huella que quedó en el laborismo de ese gigante político. Benn participó en los gobiernos de Harold Wilson y James Callaghan, entre 1974 y 1979. Vivió de primera mano el "invierno del descontento" que entregó el poder a Margaret Thatcher. Como ha ocurrido en otras latitudes y en otros partidos con personajes similares, Benn, fue despreciado y ridiculizado por la cúpula del Laborismo y por los medios británicos durante los años ochenta, pero adorado por los militantes del partido, que acudían en masa a cada acto en el que él participara.
La suya no fue una corriente de grandes ideas. Tenía tintes populistas. Pero era coherente con lo que predicaba: trabajar codo a codo con la gente, implicarla en las decisiones, mezclarse con la clase trabajadora, rechazar las decisiones adoptadas desde la cúpula que no atienden a las personas de carne y hueso que le sostienen. Benn, quien había heredado de su padre el título de vizconde, luchó para cambiar la ley y renunciar a él. Solo así podía seguir en la Cámara de los Comunes y no ser relegado al desierto de la Cámara de los Lores.
En la década de los setenta, Benn y sus aliados lanzaron la llamada Alternativa Económica Estratégica. Su argumento principal radicaba en señalar como culpable de todos los problemas de la economía de Reino Unido al descomunal tamaño y poder de las grandes corporaciones, que empujaban al alza los precios mientras reducían salarios e inversión. La alternativa de los "bennistas" se alejaba del tradicional keynesianismo. Ya no bastaba con estimular la demanda. El cambio debía ser más radical. Proponía que en cada sector importante del mercado hubiera una potente compañía de propiedad pública que forzara a negociar a las otras un control de los precios, mayor participación de los trabajadores, reducción de las importaciones y —y este es el germen de mucho de lo que ha venido después— la salida de Reino Unido de la Comunidad Económica Europea.
El laborismo de Jeremy Corbyn —él mismo un convencido "bennista"— rescata el espíritu de la época pero le añade un baño de modernidad. Ya no se trata de renacionalizar a secas, ni de intervenir en las leyes del mercado. Hablan ahora de la "cuarta democratización industrial", en la que los trabajadores puedan participar de la propiedad, y por tanto de las decisiones y de los beneficios. El Estado recuperará bienes como el agua, la electricidad o los trenes, pero para que ayuntamientos, trabajadores y consumidores regulen de un modo transparente su uso y beneficios, en bien de todos los ciudadanos.
Solo hay una parte del "bennismo" que todavía no se han decidido a reconvertir: un profundo rechazo hacia Bruselas, latente en muchos de los votantes laboristas, que no es compartido por los movimientos sociales que han impulsado a Corbyn a la cúpula del partido. Por eso es el principal enredo en el que se halla el partido a estas alturas del juego.
José Arcadio Buendía, en la novela Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez, fundió y refundió obsesivamente en un caldero 30 doblones de oro en busca de la piedra filosofal, hasta que "quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero". Los laboristas están convencidos de que esta vez sí, de que esta vez hay oídos para escuchar propuestas radicales y fórmulas para no acabar de nuevo carbonizados.
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