La necesidad de los capos
López Obrador entiende que la producción de drogas será inevitable mientras exista un mercado en EE UU, pero no está dispuesto a que México siga poniendo los muertos
Sí, es políticamente incorrecto, pero habría que aceptar que necesitamos a tres o cuatro Chapos con quienes negociar. Tras doce años de guerra frontal en contra de los capos y más de cien mil muertos, el récord de inseguridad que vive México deja en claro que hemos seguido la estrategia equivocada. El crimen organizado ha terminado por ganar esta guerra. Andrés Manuel López Obrador, el presidente electo, así lo entendió cuando aseguró que la violencia no puede combatirse con más violencia. La pregunta que aún no responde es exactamente con qué habrá de combatirla. La designación de Alfonso Durazo como ministro de Seguridad ofrece, sin embargo, indicios de los planes del presidente. Por vez primera no se trata de un militar o un supuesto experto en temas de inseguridad; Durazo tampoco es un juez o un jurista experimentado. El nuevo secretario de Seguridad es esencialmente un operador político, un negociador.
La violencia en México es el resultado de la preeminencia que ha tomado el crimen organizado en amplias regiones y sectores de la vida social. El ejército no ha podido contra este enemigo y el sistema de justicia no solo ha sido impotente, ahora se encuentra severamente infiltrado. Esa es la mitad de la tragedia, la otra mitad es que se trata de un crimen organizado totalmente desorganizado. Los grupos delictivos se han convertido en un Estado paralelo, pero en un Estado caótico y anárquico, que vive en continua guerra civil y sus miembros son incapaces de mantener vigentes cualquier tipo de acuerdo entre sí. La mayor parte de la sangre derramada obedece a la disputa territorial entre las bandas y sus perennes ejecuciones.
En suma, el problema no solo es que hayamos sido derrotados por el enemigo, lo más grave es que no se trata de un ejército con generales con los que podamos negociar, sino de una horda de bandas salvajes que en sus luchas intestinas arrasan sin miramientos a los pobladores de las regiones disputadas.
La estrategia seguida por los Gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto de 2006 a la fecha priorizó el descabezamiento de los grandes cárteles; uno a uno fueron cayendo los líderes y sus lugartenientes en las principales organizaciones. Como todos sabemos, eso desató un tobogán interminable de disputas, de sucesivas fragmentaciones, de dispersión a nuevas actividades delictivas y, sobre todo, de consolidación de los sicarios más brutales.
No habría que hacer la épica de los capos legendarios como el Señor de los Cielos, El Chapo o los Arellano Félix. Quizá nunca pueda regresarse a aquellos cárteles que delimitaban territorios, centraban su quehacer en las drogas, buscaban legitimarse socialmente en su comunidad y derramaban sangre de manera selectiva. Pero cuando observamos la manera en que las autoridades se ven obligadas a mirar con los brazos cruzados la destrucción de Acapulco por una disputa entre bandas rivales que lleva más de una década, se añora la posibilidad de zanjar de una vez por todas un acuerdo con un jefe capaz de llevar la fiesta en paz. Y asumámoslo: muchas plazas se están convirtiendo en el nuevo Acapulco.
Se me dirá que el daño que puede provocar un capo todopoderoso es incalculable. El baño de sangre desatado por Pablo Escobar en Colombia todavía no se olvida. Pero justamente la experiencia colombiana o la lucha estadounidense en contra de las mafias demuestra que no se buscó el descabezamiento de las organizaciones sino la normalización de acuerdos con interlocutores capaces de hacerlos cumplir. A Pablo Escobar había que extirparlo porque pretendió trasladar su poder a la política y a miembros de la mafia norteamericana porque se rehusaban a aceptar límites y códigos.
Pero eliminados los excesos, la coca colombiana sigue fluyendo al mundo como antes, salvo que ahora con menos incidentes sangrientos; la prostitución, el consumo de drogas y la extorsión disfrazada siguen operando en Nueva York o Chicago, pero sin italianos acribillados en peluquerías o florerías.
López Obrador entiende que la producción y el trasiego de drogas será inevitable mientras exista un mercado en Estados Unidos (y en las ciudades mexicanas) que inyecta decenas de miles de millones de dólares. Pero no está dispuesto a que México siga poniendo los muertos. También entiende que la verdadera solución al problema es un sistema de justicia eficaz y una sociedad que ofrezca mejores oportunidades de educación y empleo a los jóvenes. Pero esto último requiere de acciones que tardarán años en tener efecto, en el mejor de los casos.
Por lo pronto el nuevo Gobierno ha anunciado que no continuará una política centrada en el descabezamiento de las organizaciones. Mantendrá al ejército como garante del orden. Lo demás tendrá que ser fruto de la negociación, Durazo mediante, aunque sea políticamente incorrecto reconocerlo.
@jorgezepedap
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