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Tribuna
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“¡Bienvenido a la democracia!” (Salón Bolívar, Casa de Nariño)

Resulta de vital importancia incluir al partido de las FARC en este pacto nacional

Ricardo Silva Romero

En este melodrama de bajo presupuesto puede pasar cualquier cosa, cualquiera. En la noche del miércoles pasado, día veintitrés de la presidencia de Duque, alguien dejó escapar la frase célebre “¡bienvenido a la democracia!” cuando vio entrar al jefe del partido de las viejas FARC en el Salón Bolívar de la Casa de Nariño. Luego de los simbólicos resultados de la consulta del 26 de agosto, 11.672.122 colombianos hartos de la farsa de los tecnócratas manzanillos que han venido gobernándonos, nuestro presidente sin pasado –todavía una figura por descifrar: un uribista de centro– había convocado a la sede del gobierno a los principales líderes de la política colombiana para firmar un pacto contra la corrupción. Y en el Salón Bolívar, de derecha a izquierda, estaban todos. Y la presencia del jefe de las FARC era entonces un triunfo de la democracia, de la sensatez en una sociedad que no recuerda los horrores del pasado, sino que se regodea en ellos.

No es fácil hablar la lengua de Colombia. Aquí quien dice “el país está en mora de conseguir la paz política” en realidad está diciendo “el país está cumpliendo décadas de confundir ‘oposición’ con ‘saña’”. Donde dice “hay que dejar atrás la polarización”, debe decir “hay que dejar de matarse”. Si alguien escribe “hay que fortalecer el centro”, conviene leer “hay que convencer a todas las fuerzas políticas, de derecha a izquierda, de resignarse a los vaivenes de la democracia y a la ley”. En la Guerra de los Mil Días, de 1899 a 1902, murieron cerca de 40.000 personas. En la guerra bipartidista, de 1948 a 1958, fueron por los menos 200.000 acribillados. En la guerra que siguió, de 1958 hasta hoy, los ejércitos inevitables que terminaron reducidos a carteles de la droga dejaron a su paso 5.712.000 desplazados, 220.000 asesinados, 27.000 secuestrados, 25.000 desaparecidos, 15.076 víctimas de violencia sexual, 1.982 masacres. Esto no es normal.

Y menospreciar el pacto contra la corrupción del miércoles pasado –e insistir en que llamar a la unión en este país no es llamar al fin de la violencia política, sino conspirar contra los pulsos normales en una democracia– es no estar al día en nuestra historia.

No he conseguido que algún asistente a la reunión del miércoles me confirme quién pronunció aquel lugar común que en Colombia es una frase célebre: “¡Bienvenido a la democracia!”. Pero, sea como fuere, resulta de vital importancia darle la bienvenida al partido de las FARC e incluirlo en este pacto nacional por nuestra supervivencia –ahora que han salido a la luz tantos de sus desmanes, ahora que tres de sus líderes parecen habérsele escondido a la paz que firmaron– si acaso siguen siendo propósitos de este Estado echar a andar los acuerdos de paz, librar a los colombianos que vienen de los viejos villanos, probar que aquí sí va a ser posible hacer política sin dejar un reguero de cadáveres por el camino, darle la vuelta a la cultura de la violencia para sacudirse aquel “sálvese quien pueda” que va a dar al lodazal de la corrupción.

El miércoles pasado desde las 8:00 p.m. hasta la medianoche, en esa mesa larga en el Salón Bolívar de la Casa de Nariño, hicieron presencia los protagonistas de la política de estos treinta años. Y a su lado, tomando notas e interviniendo a su tiempo, andaba el hombre al que llamaban Timochenko. Y hay que ser un paranoico a salvo en su paranoia, desearle a Colombia su callejón sin salida, para no ver en ese encuentro imprevisto una jugada seria del presidente nuevo, un arrebato de madurez de la clase dirigente, un triunfo innegable de un electorado que no soporta más las niñadas de sus políticos. Quizás seamos capaces de lograr lo mínimo de aquí en adelante. Cosas más raras se han visto.

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