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Tras los pasos del Estado Islámico

El yihadismo constituye todavía una grave amenaza, pese a sus derrotas en Mosul y Raqqa. Una nueva generación, cada vez más radical, se hace fuerte en el Sahel africano

Una pancarta da la bienvenida al Estado Islámico en Gao (Malí), en 2013.
Una pancarta da la bienvenida al Estado Islámico en Gao (Malí), en 2013. JOEL SAGET (AFP / Getty)

El pasado 17 de octubre, un escueto y optimista comunicado castrense propagó una sensación de ansiado alivio en la opinión pública mundial. Apenas cuatro meses después de la cruenta victoria en Mosul (Irak), las milicias kurdas enroladas por Estados Unidos como unidades de vanguardia celebraban la expulsión del Estado Islámico de Raqqa, su capital en Siria, y con ello el anhelado (y supuesto) epílogo del turbador califato salafista proclamado tres años antes por Abu Bakr al Baghdadi desde el púlpito de la Gran Mezquita de la citada ciudad iraquí, hoy reducida a escombros. Una impresión de misión cumplida, de sortilegio colectivo, que contribuyó a desviar el interés mediático y condujo en Occidente a la falaz idea de que aquella maldad que aterrorizaba sus propias calles había sido finalmente conjurada.

Sin embargo, el pasado mayo una nueva ofensiva militar devolvió el foco a la zona e hizo aflorar las sospechas latentes en torno a la pretendida contundencia y eficacia del triunfo aliado sobre el enemigo yihadista. Lanzada por el Pentágono desde el portaaviones Harry S. Truman —anclado en aguas del Mediterráneo, a escasas millas de la principal base rusa en la costa siria—, a ella se sumaron tanto comandos de élite del Ejército francés como agentes de inteligencia de ambos países; además del vecino Irak, y las citadas mesnadas kurdas (de regreso tras haber abandonado Raqqa en enero para concentrarse en los conflictos bélicos que sacudían los territorios próximos a la frontera con Turquía, Siria e Irán, que reclaman como propios).

El objetivo declarado era perseguir a los yihadistas que habían huido de los núcleos urbanos reconquistados, limpiar esas amplias bolsas de resistencia radical que todavía hoy controlan numerosas poblaciones rurales a ambas orillas del río Éufrates y contener el daño que infligían las guerrillas del Estado Islámico (ISIS, en inglés), cada vez más activas y eficaces. La operación pretendía, además, acallar el creciente debate público sobre el destino futuro y el grado de amenaza que le resta a esta organización política y militar que, como el propio yihadismo global, ha empezado a mutar y a recomponerse en busca de nuevos campos de batalla.

Investigadores locales y analistas internacionales coinciden en que el fracaso a la hora de capturar al propio Al Baghdadi y a su cúpula política y militar, tanto en Siria como en Irak, así como el pródigo número de combatientes extranjeros que han conseguido retornar en los últimos tres años a sus países de origen —tanto en Europa como en Asia, Oriente Próximo y África — son indicios suficientes para considerar que tanto el Estado Islámico como el yihadismo en general constituyen aún hoy una grave amenaza estructural, en especial para el devenir del Viejo Continente. E insisten en establecer de forma acertada un paralelismo con el desenlace de la guerra librada a principios de este siglo en Afganistán, donde también se logró expulsar por la fuerza de las armas a los talibanes de Kandahar y otras áreas urbanas menores, pero no desarraigarlos de las montañas, valles y otras zonas rurales de compleja orografía, como ocurre ahora en el este de Siria y el oeste de Irak.

La estrategia de EE UU y Europa ha trasladado al Sahel los mismos errores que marcaron la lucha en Afganistán, Siria e Irak

Tres lustros más tarde, el antiguo protectorado soviético es todavía un polvorín y los estudiantes islámicos una de las principales fuerzas desestabilizadoras, con capacidad efectiva para atentar, recursos financieros sobrados para recuperarse y evolucionar, y una base popular sólida, asida al nervudo rizoma que el salafismo radical conserva en el sur de Asia Central.

“No hemos solucionado el problema”, subraya el periodista tunecino Hedi Yahmed, uno de los mayores expertos en movimientos extremistas en el norte de África. “El yihadismo sigue enraizado de forma profunda en nuestras sociedades”, recalca. Autor de dos libros clave para entender las tendencias ideológicas en la región, el escritor reitera que el numen del problema reside más allá del campo de batalla, e insiste en que las eventuales soluciones —que pasan por apostar por el desarrollo educativo— ni siquiera se han llegado a plantear.

“Somos testigos de una transformación que va a seguir desarrollándose a lo largo de los próximos años. La pregunta es ¿seguirá existiendo el ISIS? Y en verdad podemos decir que se le ha combatido, que se han liberado Mosul, Raqqa y otras ciudades ocupadas y que está casi destruido. Pero no se trata únicamente una organización armada, es más bien representa una ideología, una forma de pensar y de vivir, y contra esto no se ha hecho lo suficiente”, explica Yahmed en el estrecho salón de su casa, un minúsculo y discreto apartamento de la capital al que por motivos de seguridad hubo de mudarse tras publicar su última obra, Yo estuve en Raqqa, editada en árabe y que narra el periplo vital de un joven combatiente tunecino que decidió desertar del Estado Islámico.

“Debemos hacer una reforma social profunda si lo que queremos es extirpar el Daesh. No solo combatirlo militarmente, sino también culturalmente”, remarca el autor, convencido de que la esquizofrenia en la que viven las sociedades árabe-musulmanas, incapaces de conciliar tradición y modernidad, es el alimento vital que nutre el yihadismo.

Esta reflexión es compartida por numerosos expertos. Pero es necesario añadir otros dos aspectos que avanzan al margen del debate primordial, y que sin embargo son esenciales para ajustar el enfoque, aclarar en qué momento y situación se halla el Estado Islámico y tratar de vaticinar el futuro.

El primero es el análisis pormenorizado de la fragmentación y disgregación de las huestes de Al Baghdadi, factores clave para entender por qué su derrota militar supone, en realidad, un inquietante paréntesis. Según el centro privado de estudios e investigación norteamericano The Soufian Group, integrado por antiguos miembros de la CIA y de los servicios secretos de países árabes y musulmanes aliados, entre 2014 y 2015, en el cénit de su poder, el Estado Islámico concitó a más de 30.000 combatientes extranjeros, muchos de los cuales emigraron al territorio controlado por el califato en compañía de sus familias. Más de 3.400 llegaron desde Rusia; 3.100 de Arabia Saudí, 3.000 más de Jordania y 2.900 de Túnez. Entre los Estados europeos, Francia, con más de 1.900, fue el principal lugar de partida, seguida a gran distancia por Reino Unido, que apenas aportó un millar.

Campo de refugiados de en el Estado de Borno (Nigeria), territorio de Boko Haram, en septiembre de 2016.
Campo de refugiados de en el Estado de Borno (Nigeria), territorio de Boko Haram, en septiembre de 2016.SteFAN HEUNIS (AFP / Getty images)

Por regiones, la mayor parte (más de 8.000) procedía de diversas repúblicas de la extinta Unión Soviética, incluida Chechenia, cifra que explica por sí sola, sin necesidad de añadir razones geoestratégicas más complejas, por qué en 2015 Vladímir Putin decidió involucrarse de forma abierta en la guerra en el este de Siria. En segundo lugar, de la Unión Europea, con más de 5.000 ciudadanos con pasaporte comunitario enrolados en la facción yihadista.

La radiografía de los retornados añade un elemento extra de preocupación. El grueso de los que regresan lo hacen con su ideología casi intacta, incluso reforzada, a pesar de (o gracias a) los bombardeos de la coalición y a las penalidades sufridas en una tierra hostil que la propaganda yihadista promocionaba como una Arcadia islámica, una ínsula Barataria gobernada de acuerdo a los designios de Alá. Incluso entre aquellos que optaron por desertar y buscar refugio en Turquía u otros países, como consigna Yahmed en su relato.

“No estamos frente a un arrepentido. Mohamad Fahem, como muchos que han huido, no están arrepentidos, han dejado el ISIS porque piensan que éste no representa la Umma (el Estado musulmán). Estamos frente a otro proceso”, explica en alusión al protagonista del libro. “Es una generación que cree en la yihad, en la necesidad de un califato y en que la Umma va a dominar el mundo, pero que no cree que ni el ISIS ni el propio Al Baghdadi practiquen el verdadero islam. Una corriente más radical que está dispersa por Turquía, en Europa, por todas partes, pero que carece de estructura, de liderazgo, y por eso no hay acciones terroristas… todavía”, advierte.

La influencia en las generaciones más jóvenes de estos retornados, convertidos en héroes de la futura yihad, en imames guerreros más radicalizados, se percibe ya en atentados como el de Barcelona el pasado 17 de agosto, que provocó 16 muertos.

Muchos de ellos han encontrado una vía de escape a través de Libia, país sumido en el caos y la guerra civil desde que en 2011 la OTAN contribuyera a la victoria de los rebeldes sobre la larga dictadura de Muamar el Gadafi. Puerta de entrada al África subsahariana, allí se gesta desde hace varios años el que probablemente será el mayor reto de seguridad al que deberán hacer frente las sociedades del futuro: el alumbramiento de la quinta generación yihadista, ahora en tierras del Sahel, la gran franja de desierto africano al sur del Magreb que la UE pretende convertir en su frontera meridional.

En el cénit de su poder hace tres años el Estado Islámico concitó a más de 30.000 combatientes extranjeros

Las raíces ideológicas de esta concepción herética y violenta del islam se remontan a los escritos de Ibn Taymiyya, un clérigo asentado en Siria en el siglo XIII, y al pensamiento de Mohamad Abdel Wahab, alma del wahabismo que hoy defiende y difunde la familia real saudí. Y el terrorismo ya lo utilizaron como instrumento de resistencia los wahabíes en la India colonial. Pero el yihadismo como lo conocemos en la actualidad nació en 1979 al amparo de cuatro acontecimientos históricos que se sucedieron ese mismo año: la revolución islámica de Irán, el acuerdo de paz entre Egipto e Israel, el asalto a la Gran Mezquita de La Meca, y la invasión soviética de Afganistán. Aquellos fanáticos musulmanes que con ayuda de Estados Unidos, Arabia Saudí y Pakistán viajaron a Islamabad para luchar contra el comunismo en la década de los ochenta inauguraron la primera generación yihadista, una generación que Occidente bendijo con el nombre de freedom fighters.

La segunda la formaron aquellos que, desplomado el muro de Berlín, regresaron a sus hogares creyéndose héroes y fueron repudiados por sus Gobiernos; los combatieron con saña y los encarcelaron a lo largo de la década de los noventa. La tercera arranca con la aparición de Al Qaeda, que introduce un salto evolutivo crucial al convertir la intransigencia islamista local en un fenómeno global. Y la cuarta es el propio Estado Islámico, cuya innovación fue considerar que lo que Osama Bin Laden y sus socios solo contemplaban como una idea platónica —la formación de un califato universal— era una realidad viable en el fracturado Irak.

La quinta se incuba ya en una vasta franja de territorio que se extiende desde el norte de Burkina Faso y Níger al sur de Argelia y Libia, incluyendo grandes espacios de Malí, Nigeria y Chad. Un área marcada por la pobreza y la marginalidad, por el contrabando y la inmigración irregular, en la que malviven millones de jóvenes sin horizonte y donde según las proyecciones demográficas la población se duplicará en las próximas dos décadas sin que se hayan levantado los cimientos para su desarrollo social y educativo. Una generación yihadista 5.0 que impulsan grupos radicales tradicionales locales, como la Organización de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), la rama tunecina de Ansar al Sharia o Boko Haram, y los miles de combatientes que desde 2015 han viajado a Libia desde Siria, Irak y la península arábiga a través de Turquía, Túnez, Jordania y Egipto. En su mayoría, ideólogos y destacados líderes militares —financiados desde los países del Golfo Pérsico— que se han asentado en zonas rurales empobrecidas, donde han asumido el control de las escuelas y mezquitas.

“Los estudios nos sugieren que el yihadismo libio y magrebí en general está emigrando hacia el desierto, es decir, hacia zonas del África subsahariana como el norte de Malí, convertido en un gran nudo yihadista en el que se cruzan numerosas facciones”, destaca Yahmed. En esa zona, Iyad Ag Gali, uno de los capos del yihadismo internacional, fundó el 2 de marzo de 2017 Jama’a Nusrat ul-Islam wa al-Muslimin, una plataforma que agrupa a los principales movimientos fanáticos del norte de África y el Sahel, y que ha declarado su alianza con los líderes de Al Qaeda en Afganistán. Y a la que se han acercado en los últimos meses diversas ramas del Estado Islámico, en particular la procedente de Libia. “La guerra contra el yihadismo aquí es muy distinta”, contraviene un miembro de los servicios de Inteligencia europeos destacado en la región. “Han ganado en experiencia”, admite.

Una evolución que contrasta con la estrategia norteamericana y europea, que parece haber trasladado al Sahel los mismos errores que marraron la lucha en Afganistán, Siria e Irak. Obstinados en la búsqueda de soluciones estrictamente militares —que por otra parte alimentan las poderosas industrias armamentísticas que todos ellos explotan—, los Gobiernos del bloque occidental han priorizado la cooperación castrense y el envío de tropas a la zona, como la Operación Barkhane, lanzada en agosto de 2014 por el Ejército francés en Malí.

“El ISIS no es solo una organización armada, es una ideología, una forma de vivir”, dice Hedi Yahmed

Al igual que en combates anteriores, fuerzas locales y extranjeras ejercen un control férreo en las principales ciudades, pero apenas tienen presencia en el campo, depauperado, analfabeto y proclive por tanto a la propaganda radical. Especialmente en el norte de Burkina Faso y el sur de Argelia, donde las fuerzas armadas afrontan serias dificultades para blindar las fronteras.

El Ejército de Níger, por ejemplo, está ausente de las áreas al norte de la ciudad de Dao, último gran núcleo urbano antes de la frontera con Libia. Allí, en una amplia franja de arenas rojas, confluyen todas las rutas tradicionales de contrabando de personas, combustible, alimentos y armas que enhebran el Sahel y el norte de África desde tiempos inmemoriales. Las mismas que utiliza también el yihadismo 5.0.

Un recorrido rápido por los foros radicales en la web profunda demuestra, asimismo, que Europa y Estados Unidos están perdiendo de nuevo la guerra de la propaganda. El paradigma ha cambiado. Por encima de los llamamientos a la acción, tan copiosos en los últimos tres años, abundan ahora los versos coránicos que instan a la paciencia, a la resistencia y a la construcción de “una nueva comunidad de Alá que alumbrará el mundo desde las tierras de África”.

Javier Martín es corresponsal de la agencia Efe en el norte de África y autor, entre otros, del libro ‘Estado Islámico, geopolítica del caos’ (La Catarata, 2017).

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