La revolución permanente
El 'tsunami' electoral que ha llevado a la izquierda al poder ha llegado con la promesa de hacer realidad una sociedad mexicana más igualitaria
Resulta inevitable que las revoluciones, como las estrellas lejanas, mantengan restos de su fulgor mucho tiempo después de que sus fuegos se hayan extinguido. Desaparecido el imperio soviético bajo la marea de la Historia, quedan dos democracias, Francia y México, que aún mantienen y celebran de una forma u otra la iconografía y la retórica revolucionaria en su discurso oficial.
En su versión larga, según François Furet, la Revolución francesa terminó con la caída del II Imperio, en 1870 (en la versión corta terminó con el golpe del 18 Brumario). Para los franceses, la revolución significa el ascenso de la burguesía al poder político y económico y el pacto republicano que ha mantenido unida la nación hasta el siglo XXI (sólo ahora empieza a agrietarse). Es por tanto un caso cerrado desde comienzos del siglo pasado. En México, por el contrario, la palabra revolución representa la promesa de unas cotas de mayor igualdad frustradas de forma permanente. Por ello, al contrario que Francia, la revolución sigue siendo en México un caso abierto. Y por esa grieta irrumpió el domingo el tsunami electoral que ha llevado a la izquierda al poder.
Insertándose en esa gran tradición nacional, Andrés Manuel López Obrador prometió durante la campaña electoral una revolución cuyos vagos y en ocasiones contradictorios contornos no le han impedido cosechar el respaldo de millones de ciudadanos. La cuarta, según su particular conteo, tras la Independencia, la Reforma y la Revolución de 1910 propiamente dicha. La revolución permanente, en otras palabras.
A las ansias eternamente insatisfechas de progreso social se le han sumado en los últimos años la desesperación por los desquiciados niveles de inseguridad y violencia, así como el pasmo ante la corrupción generalizada, a la que la ciudadanía asiste como a una catástrofe natural, una erupción volcánica o unas lluvias torrenciales, entre la resignación y la impotencia.
El resultado no puede ser más claro: más del 50% de los votos en un país con un sistema electoral de vuelta única que permite ser presidente de la República con algo más de un tercio de los votos válidos emitidos. Enrique Peña Nieto fue presidente con el 38,5% de los votos. Felipe Calderón, con el 35,91%. Los aproximadamente 30 millones de votos que recibió López Obrador el domingo (diez más que Peña Nieto hace seis años) le convierten, de lejos, en el presidente más votado en la historia de México.
No hay duda alguna de que este enorme margen le otorga un claro mandato democrático, aunque nadie parece saber con exactitud en qué consiste éste. En no poca medida porque el candidato ha buscado calculadamente la ambigüedad: a su propio partido, Morena, le ha añadido las muletas de una formación minoritaria pero ultraconservadora y abiertamente evangélica; ha intranquilizado a los empresarios para luego, en un gran golpe de efecto, destensar el ambiente y apuntarse un tanto; muchos jóvenes recelaban de su agenda sobre derechos sociales, matrimonio gay o el aborto. Sin embargo, ello no les ha impedido, a tenor de las cifras del domingo, votar en masa por López Obrador y asestar así un golpe definitivo el régimen del PRI y el PAN, que se han sucedido en el poder en los últimos 30 años.
Viene esto a cuenta por lo que parece ser otra de las claves subterráneas de lo sucedido el domingo, esto es, la clausura de un largo periodo histórico que comenzó con la elección de Carlos Salinas de Gortari en 1988, que a su vez dio paso a una sucesión de gobiernos del PRI y del PAN que consolidaron un modelo económico liberal, ortodoxo en las cuentas públicas y que buscó insertar a México en el carril central de la economía mundial.
Pero México, al menos muchos de sus intelectuales y de sus académicos, no ha sido nunca un país especialmente adicto al libre mercado o a la globalización, fuera de control para los más críticos. El país conllevó las políticas económicas desde la época de Salinas en adelante a cambio de la promesa de mejoras sustanciales: en el poder adquisitivo, en las condiciones sociales (educación, sanidad) y de forma más general, en el descenso en los niveles de corrupción y el salto a la modernidad.
De ese pacto implícito, poco o nada se ha cumplido. En consecuencia, los mexicanos se sienten estafados y, francamente, resulta difícil comprender cómo se les puede negar la razón. Salinas y sus sucesores realinearon México con promesas que no pudieron o no quisieron cumplir. En respuesta a ello, los votantes mexicanos decidieron el domingo enterrar el experimento.
La mitad de ellos tiene menos de 39 años. Uno de cada cinco vota por primera vez. Las generaciones mayores han visto pasar los años con sus sueldos estancados y tanto su futuro como el de sus hijos, en riesgo. Estos últimos, los millenials, 40 millones con menos de 29 años, como en todas partes la generación mejor formada, predica en un desierto de empleos escasos y mal remunerados. Es una coalición ciertamente heterogénea, aunque comparten un rasgo en común: a ninguno le queda ya paciencia.
La tarea que le espera al recién elegido presidente es por tanto enorme. Ninguno de los problemas que ahogan a los ciudadanos y que le han aupado a la cúspide del poder tiene solución fácil o a corto plazo: la corrupción en todos los niveles de la vida política, los inimaginables niveles de violencia e inseguridad, el decepcionante crecimiento económico y el aún más decepcionante reparto de ese crecimiento.
A todo ello cabe sumarle los riesgos inherentes a toda revolución, por descafeinada que ésta sea. No pocos temen que la amplia mayoría lograda por López Obrador desemboque en un ejercicio del poder presidencial sin límites, en el que las cuentas públicas se descontrolen y el déficit se dispare en una espiral infernal que América Latina conoce en demasía. Súmenle a ello un retroceso en la independencia judicial o la libertad de prensa y tendrán la arcilla con las que se construyen las pesadillas de los más críticos con el futuro presidente de México.
El debilitamiento del resto de partidos, tanto del PRI como del PAN y del PRD altera de forma radical el tablero político existente. En otras palabras, la desaparición del régimen de 1988 no contribuye precisamente a los equilibrios necesarios en una democracia: la tentación de un presidente sin contrapesos políticos puede resultar demasiado abrumadora para una democracia joven como la mexicana.
Quizá por ello en su primer discurso tras ganar la elección, López Obrador se ha apresurado a tranquilizar al país, reafirmando su compromiso con la estabilidad financiera, el buen gobierno y el diálogo con el resto de fuerzas políticas. Expresó también su compromiso con las libertades sociales e individuales (con una mención específica a los homosexuales).
Es un buen reflejo y un signo de que el próximo gobierno de México es perfectamente consciente del riesgo que para la estabilidad del país y aun para el conjunto de América Latina conlleva la avalancha de votos que ha llevado a López Obrador a las puertas de Los Pinos, así como la naturaleza contradictoria tanto de sus promesas como de las esperanzas de la nación.
La revolución francesa, más allá de las inevitables convulsiones, proporcionó estabilidad y carta de naturaleza a la propiedad de la burguesía que la propició, frente a los derechos de la aristocracia y el clero. La cuarta revolución del presidente López Obrador habrá de trenzar un tapiz infinitamente más complicado: crecimiento con ortodoxia financiera; un reparto equitativo de ese esfuerzo que alcance también a los más desfavorecidos; ampliación de los derechos de los ciudadanos y su protección efectiva ante la criminalidad y la violencia; consolidación del tejido civil y las instituciones que México ha logrado, pese a todo, construir en los últimos años y programas efectivos para acabar o reducir la corrupción a niveles tolerables. En suma, la inserción definitiva e irreversible del país en la modernidad del siglo XXI. Una tarea hercúlea, en verdad.
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