El 68 trágico de Bobby Kennedy, la campaña que supo a presidencia
Tras una década a la sombra de su hermano, RFK asaltó el Partido Demócrata de Estados Unidos hablando a las minorías, los pobres y los estudiantes anti Vietnam. Duró tres meses
Robert Kennedy no tenía que ir a la cocina. A Dolores Huerta, que estaba a su lado en la medianoche del 5 de junio de 1968, le habían encargado que, después del discurso, lo tenía que llevar a saludar a los voluntarios de la campaña. Había unos mariachis preparados para recibirle. “Cuando íbamos hacia allá, alguien dijo ‘no, no, venga por aquí’. Se lo llevaron hacia el otro lado, a la cocina. Yo traté de alcanzarlo, pero soy muy pequeñita y todos a su alrededor eran muy altos. Oí muchos tiros. Cerraron la puerta detrás de él y nunca pude entrar”.
Dolores Huerta es esa mujer mexico-americana y menuda que aparece en las fotos de la noche que mataron a Kennedy. Está a la derecha del podio, mientras él da el discurso de victoria en las primarias demócratas en el hotel Ambassador de Los Ángeles, minutos antes de ser asesinado de cuatro tiros en la cocina. Era la fundadora, junto a César Chávez, del sindicato United Farm Workers, y líder del movimiento campesino que dio visibilidad a los trabajadores de California. “Roberto Kennedy fue el primer líder a nivel nacional que llamó la atención sobre los campesinos y la gente latina”, recuerda Huerta en una conversación telefónica.
La alianza entre Kennedy, rico de familia irlandesa de Massachussets, y una organización de campesinos inmigrantes pobres de California que era considerado por la policía como un peligro público, es una de las explicaciones del éxito del senador en las primarias de California en 1968. También es símbolo de la ecléctica coalición de intereses de izquierda que se formó en torno a una campaña que tomó al asalto el Partido Demócrata, y a Estados Unidos, en la primavera de aquel año. Para algunos, la última campaña verdaderamente idealista. Su final, a tiros, solo dos meses después del asesinato de Martin Luther King, es también el final de los 60.
Robert F. Kennedy tenía 27 años cuando entró en política para dirigir la campaña al Senado de su hermano John, en 1952. Después, dirigió la campaña que le llevó a la presidencia en 1960. Él se convirtió en fiscal general de Estados Unidos. Aquel Gobierno acabó el 22 de noviembre de 1963, cuando a John F. Kennedy le volaron la cabeza en Dallas. Un año después, tras una década en segundo plano, Robert Kennedy se presentó al Senado por Nueva York. En 1968, no podía ponerse delante de un micrófono sin que le preguntaran cuándo se iba a presentar a presidente.
En los últimos años como senador, Kennedy se desprendió de la imagen de funcionario repeinado que nunca se ha manchado los zapatos. Visitó Europa y Latinoamérica. Visitó barrios pobres de Nueva York y Mississipi. Y fue a ver a César Chávez, que en 1966 empezaba a ser una figura conocida de los derechos de los trabajadores. Allí se forjó una amistad. En marzo de 1968, volvió a visitarlo cuando Chávez llevaba 25 días en huelga de hambre. Juntos compartieron pan. El 16 de marzo, anunció su candidatura a presidente.
Tras perder en las primarias de Oregón, Kennedy necesitaba ganar en California con claridad para poder presentarse en la convención demócrata y desafiar al vicepresidente Hubert Humphrey y al senador Gene McCarthy, que se presentaba oponiéndose a la guerra de Vietnam y liderando la voz del ala joven y pacifista del partido. Kennedy tomó esas mismas banderas, pero con el carisma de un Kennedy. Fue ahí cuando la alianza con César Chávez y Dolores Huerta se demostró crucial. “Movilizamos a gente por todo el Estado. Era fácil, porque la gente le quería mucho”, dice Huerta. El 4 de junio de 1968, en las primarias de California, “hubo centros de votación que tuvieron que cerrar antes porque había votado todo el mundo”. Para Huerta, que a sus 88 años sigue en activo a través de la Dolores Huerta Foundation, “Roberto Kennedy representaba la esperanza de que una persona tan importante simpatizara con la gente trabajadora, los latinos y los afroamericanos".
Kennedy subió a un escenario en un salón del hotel Ambassador de Los Ángeles pasada la medianoche del 4 al 5 de junio, cuando se supieron los resultados definitivos que le daban la victoria. “Gracias a todos. Vamos a Chicago y a ganar”, dijo. Bajó del podio y al entrar en la cocina se paró a saludar a los trabajadores. Un hombre de 24 años llamado Sirhan Sirhan, de origen palestino y con aparentes problemas mentales, le disparó cuatro tiros. Kennedy murió a la 1:44 del 6 de junio de 1968, hora de Los Ángeles. Tenía 10 hijos y su esposa, Ethel, estaba embarazada de una niña, que nació en noviembre.
“Creo que el asesinato decapitó el liderazgo de la izquierda liberal de Estados Unidos en un momento terrible”, dice Joseph Palermo, profesor de Historia de la Universidad de Sacramento. “Los trozos no se podían volver a juntar. Creo que el país perdió algo muy importante con esos tres asesinatos (John F. Kennedy en 1963, Martin Luther King y Robert F. Kennedy en 1968). Mostraron que esa generación no tenía ninguna autoridad moral que legar a las generaciones futuras”.
Palermo es autor de dos libros sobre RFK (Robert Kennedy and the death of american idealism y In his own right: the political odissey of Robert Kennedy). “Era el único líder político que podía hablar a los poderosos en los reservados y a los manifestantes en las calles. El país se merecía una elección real en 1968, otra batalla Kennedy-Nixon. En vez de eso, Humphrey llegó débil a noviembre y Richard Nixon ganó una elección que debía haber perdido”.
Kennedy era lo más parecido a la opción política de cierto idealismo de izquierdas que había florecido en algún momento entre el verano del amor de 1967 y la primavera de París. Su muerte se tiene como el final de esa conexión. Detrás de él, no quedaba nadie. El país eligió a Nixon, luego lo reeligió, y la decadencia del Partido Demócrata llegó hasta los noventa. Volvió a ganar, pero con un discurso completamente distinto, representado por los Clinton. El asesinato de Robert Kennedy “fue el más cruel de todos”, dice Palermo. “No quedaba nadie a quien mirar”.
De aquella campaña de tres meses que galvanizó a las izquierdas del 68 quedan anécdotas significativas, que revelan la talla política que alcanzó el gris fiscal general en esos tres meses que prácticamente definen su legado. Como el día en que dio un discurso en Roseburg, un pueblo rural al sur de Oregón con una fuerte cultura de las armas, y dijo que había que poner límites a la compara de armas. Le abuchearon. Después se subió a un coche descapotable bajo la lluvia durante 40 minutos. Se volvió hacia un amigo y le dijo: “¡Dime algo que hayas hecho en tu vida más divertido que esto!”.
O la del reportero Richard Harwood, de The Washington Post, a quien habían asignado a esa caravana justamente porque no le gustaba Kennedy. El día de las primarias de California, Harwood llamó a su director, Ben Bradlee, para pedirle que le pusiera en otra campaña. “Me estoy enamorando de este tipo”, le dijo, preocupado porque estaba perdiendo la objetividad en su cobertura. Esa noche, lo asesinaron.
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