Bobby
El hermano de John F. Kennedy era una voz conciliadora en medio del vendaval de la lucha por los derechos civiles
Los íntimos le llamaban Bob, porque el diminutivo aludía sutilmente a que era el hermano menor del Jack asesinado en Dallas y porque parecía más propio de un niño y no del joven político que ejercía el difícil papel de procurador general de justicia en el Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. Era una voz conciliadora en medio del vendaval de la lucha por los derechos civiles, sintonizado con los sermones del reverendo King y sorteando las secretas ofensivas de J. Edgar y los lobos de la inteligentsia secreta; era carismático y se parecía a El Cordobés, llevaba la raya del pelo del lado opuesto al de su malogrado hermano y se peinaba o despeinaba con una sonrisa amplísima y magnética.
Mi padre lo conoció porque alguien le dijo a Bobby que había un mexicano que imitaba mil voces, que cantaba como Perry Como y que hacía reír a las estatuas. Mi padre fue su amigo: se veían en el Hotel Mayflower, al filo del piano y en el Cosmos o en el University Club; más de una noche se volvió madrugada con el político que —una vez lanzado en busca de la candidatura del partido demócrata a la presidencia de los USA— desafiaba al presidente Johnson, otrora vicepresidente de su hermano, a la industria bélica y a los miles de racistas autoritarios que siguen en la saliva de quienes hoy apoyan la demencia de Donald Trump. Bobby había caminado del brazo de Martin Luther King y de César Chávez y los mexicanos inmigrantes que lo veían como un milagro guadalupano. Entre las canciones de Sinatra e incluso, Agustín Lara, habló con mi padre de lo que sería América Latina bajo un nuevo orden emanado del gigante gringo convertido en una nación más aliada a la compasión y cooperación, que a la invasión y las amenazas y sí, hubo por lo menos una noche en que pidió a mi padre que hiciera la voz de su hermano John y reprodujera partes de un discurso que mi padre se sabía de memoria como las mejores escenas de Humphrey Bogart o Cantinflas.
Hace medio siglo el tiempo parecía volar de otra manera. Hace exactamente cincuenta años, mi padre nos juntó a mi abuelo Pedro Félix y a mí frente al televisor en la casa de Washington, D.C. para ver si Bobby ganaba las elecciones primarias en California; de perder, se retiraba de la contienda. Días antes, habían hablado por teléfono cuando el candidato acababa de recorrer los campos cultivados por manos mexicanas y esa misma noche mi papá llamó a la suite 516 del Ambassador Hotel y no supo con quién dejó un recado de felicitaciones anticipadas, porque estaba convencido de que la década psicodélica que habíamos vivido a partir del asesinato de JFK, la terrible zozobra de Vietnam y el reciente asesinato del Dr. King, habría de amanecer al filo de la séptima década del siglo como la era de acuario, la utopía absolutamente alejada de roedores como Richard M. Nixon. Estábamos al filo de que todo saliera al revés.
Con dos horas menos, Pete Hamill entraba y salía de la suite 516 (atascada de amigos, colaboradores y periodistas) a la suite 511 (donde estaba Bobby con su familia, los íntimos e incluso el perro como fiel mascota) y no se sabrá jamás si fue el propio Hamill quien descolgó el auricular de unos de los muchos teléfonos que rezumbaban en la temprana noche de California para escuchar el recado enfebrecido de un mexicano anónimo. Lo cierto es que Pete acompañó a Bobby al lobby (que siempre me sonó a la peor rima posible) y aparece parado atrás de él, al lado de George Plimpton, durante los pocos minutos sonrientes en los que el candidato agradece haber ganado California de forma apabullante y se despide con la esperanza en la amplia sonrisa de que sólo faltaba llegar a la Convención Nacional Demócrata en Chicago para luchar ya en serio por la presidencia de un país que realmente lo necesitaba desde hace medio siglo.
Hamill había cubierto como reportero el último discurso de Martin Luther King, la víspera de su muerte, que fue premonitorio y electrizante y por su incansable periodismo a flor de piel, también había estado al lado de Bobby en Indiannapolis cuando éste —ante una multitud compuesta mayoritariamente de negros— salió a informar que acaban de matar al Reverendo King, con unas palabras que no sólo calmaron la ira instantánea recitando a Esquilo, sino apelando a un sentido de la hermandad que parece notablemente afectado medio siglo después, habiendo vivido un reciente período de ocho años bajo la presidencia de un heredero directo del sueño de Martin Luther King.
El caso es que Pete Hamill era íntimo de Bob Kennedy y años después, por hablar de mi padre y de cine, de música y de libros, nos hicimos amigos en su casa de Cuernavaca. Nos presentó Diego García Elío, que sería el editor de la traducción que intenté con Why Sinatra Matters, uno de los grandes libros de Hamill y en un silencio de sobremesa surgió la remota posibilidad de Pete habría conocido a mi papá durante los cortos meses que duró la campaña como candidato, sin seguridad ni guardaespaldas, izado en medio de mares de manos sobre el toldo de los coches que avanzaban a una velocidad muy tentadora para cualquier francotirador… y en el silencio, de pronto, sin razón lógica, le pregunté a Hamill en dónde estaba cuando lo mataron.
Se hizo aún más silencio en el silencio. Me pidió que sacara mi libreta y que se la entregara una vez anotado lo que pensaba responder. Es tiempo de hablar de todo eso, dijo Pete Hamill, y empezó por decir que el tiempo era otro, que parece increíble que la campaña sólo duró un par de meses, que el año anterior él mismo se había largado de Nueva York como exiliado a Dublin para terminar una novela y alejarse del fango enrarecido de las noticias trágicas que colmaban todo el tiempo a los USA de Johnson y que en un pestañeo había vuelto para integrarse a la campaña de Bob Kennedy y que el tiempo parece increíble cuando piensas que la década de los Beatles duró diez minutos y diez siglos y que la diferencia de horarios en California, mi abuelo apagaba abruptamente el televisor y nos mandaba a dormir a mi padre y a mí, al tiempo en que los íntimos de Bobby, bajaban del estrado triunfador para pasar por las alacenas y cocinas del famoso Hotel rumbo a un fiestón que no se dio.
"Yo iba caminando de espaldas, tomando notas en una libreta como la que tienes en tus manos, y cuando Bob giró la cabeza a la izquierda para saludar a un camarero mexicano (que luego supe que se llamaba Juan Romero), en la estrecha valla que habían formado los cocineros puertorriqueños, las afanadoras negras, los mexicanos y chicanos… y vi cómo entró la primera bala por el lado derecho de su cráneo". Todo el tiempo encapsulado en el lentísimo paso de los instantes que narraba Pete Hamill, que tomaba nota de todo lo que vio y que sintió el arma hirviendo cuando se apoyó sobre su propio brazo izquierdo durante los otros disparos que realizó Sirhan Sirhan, hasta caer tacleado por Rosy Grier (jugador de fútbol americano profesional que acompañaba a Bobby por amistad y a falta de guardaespaldas) y en medio del delirio, observar que un mexicano en ese momento anónimo sacaba un rosario de su filipina de mesero para ponerlo entre las manos del acribillado político que empezaba a morir en ese instante ya en brazos de su esposa, embarazada de su enésimo hijo, al tiempo en que alguien llamaba a mi padre con dos horas de diferencia, al otro lado del país, en medio de la noche que se alargaría con quién sabe cuántas horas con el grito que lanzó mi papá al dejar caer el auricular y luego, llorando, decir que viviríamos a partir de ese instante tiempos difíciles y que quién sabe qué dirá el tiempo, todo el tiempo que ha pasado.
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