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Acróbatas sobre las ruinas de la guerra

Decenas de jóvenes practican el ‘parkour’ entre los escombros de la ciudad vieja de Alepo para descargar las tensiones vividas durante la contienda

Cuatro jóvenes del grupo Aleppo Parkour, en la ciudad vieja de Alepo.Vídeo: Natalia Sancha / EPV
Natalia Sancha

Transcurridos quince meses desde que se acallaran los últimos combates en la ciudad vieja de Alepo, EL PAÍS recorre de nuevo sus calles. Esta vez no seguimos a francotiradores hacia el frente de combate sino a un grupo de adolescentes acróbatas que han transformado un dantesco escenario de posguerra en su lugar de recreo. Nacido en los suburbios parisinos, el parkour llegó a Alepo en plena guerra y como antídoto para unos jóvenes “que necesitaban sacar la rabia del cuerpo”. Hoy saltan de techo en techo, entre coches calcinados, escalan el milenario zoco de la ciudad y hacen piruetas sobre una manta de salvas y morteros.

Omar Kushi, soldado de 30 años, es el entrenador que en 2015 reunió en Alepo a un grupo de muchachos de entre 16 y 18 años a los que bautizó como los Foxies. “Compartimos una pasión por el deporte y es lo que nos ha permitido sacar fuera toda la energía negativa y la presión psicológica que trajo la guerra”, cuenta al tiempo que da instrucciones a cuatro chavales sobre cómo saltar entre los poyetes de una destartalada casa otomana. Kushi asegura que ya son más de 120 los jóvenes que practican el parkour en Alepo, aunque no pocos han emigrado al extranjero en busca de un mejor futuro o para eludir hacer el servicio militar obligatorio.

Varias chicas gimnastas entrenan con ellos y sueñan con viajar a Alemania, la meca del parkour en Europa porque “allí la arquitectura de las ciudades es ideal para hacer acrobacias”. Este arte callejero llegó primero a Damasco y en plena guerra en 2015 para luego extenderse a la costa, a Latakia, y al norte, a Alepo, en territorios bajo control gubernamental. También lo practican los jóvenes al otro lado del frente en zonas insurrectas. Estos adolescentes pertenecen a una generación crecida bajo el sonido de las bombas y los morteros, cuyos escombros han convertido en obstáculos que saltar. Son chicos que no aprendieron a jugar al fútbol porque, como en toda guerra, sus madres les prohibieron los peligros de las calles para condenarlos a los intramuros del hogar.

“¡Parkuri! Parkuri!”, gritan los niños al volante de sus bicicletas con los ojos rebosantes de admiración al verles pasar a toda velocidad por la carretera. Transeúntes de todas las edades visitan la ciudad vieja armados con sus móviles y negando en silencio con breves gestos de cabeza las secuelas de la contienda que se yerguen ante ellos. Hay que tener buenos pulmones para seguir a Yasser Mardini, el más ágil del grupo que desaparece a cada portezuela del viejo zoco en busca de nuevos desafíos. Entre semana se dedica, como sus compañeros de parkour, a estudiar para la selectividad y sueña con cursar educación física en la universidad. Solían entrenar en un gimnasio de la residencia universitaria hasta que un mortero destrozó el lugar. “Limpiamos la metralla y reconstruimos el gimnasio. Dos meses después ya estábamos entrenando otra vez”.

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A falta de fondos con los que hacerse con equipamiento para practicar, han expandido su zona de entrenamiento a cielo abierto apropiándose de una ciudad aun resacosa de la guerra. El pelirrojo Luai Garba es el más joven con 16 años. Tenía nueve cuando estalló el conflicto. Tímido, se apresura a despejar el suelo de escombros donde habrá de aterrizar Ibrahim Cabra, de 18, que se dispone a hacer un doble salto hacia atrás. "¡Espera! ¡Espera!", le grita Cabra cuando ve al joven empecinado en arrastrar una valla en la que ha quedado atascado un mortero sin detonar.

Adentrándose en casas abandonadas los jóvenes descubren un puesto de francotirador. Sacos de arena encuadran un agujero cavado en la pared y latas oxidadas de munición han quedado olvidadas sobre un ladrillo. Ante ellos se abre un panel de edificios agujereados y techos ennegrecidos. Sobre el suelo se esparcen ropas y enseres, testigos mudos de la vida que un día habitó esta milenaria casa árabe. Ayul Husein es el cuarto integrante de los Foxies. "¡Sin golpes no se aprende!", exclama Husein ante las risas de sus colegas mientras se frota el costado izquierdo que se acaba de golpear contra el borde de una fuente de mármol. Visten chándal y lucen modernos cortes de pelo con tupés engominados que a cada salto se peinan con los dedos.

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Con la adrenalina como compañera, en ocasiones se les olvida explorar la zona antes de lanzarse en una triple voltereta y darse de bruces con un barreño de mermelada casera que algún vecino dejó macerando al sol. El veterano Kushi acumula una hilera de cicatrices en la piel. Algunas son herencia de los combates que libró junto al Ejército sirio en la campiña de Alepo, otras, fruto de accidentados aterrizajes mientras practicaba el parkour.

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