“Aquí en Alepo solo quedan los pobres, aquellos que no tienen adónde ir”
Diez vecinos de la ciudad siria relatan a EL PAÍS cómo malviven en el epicentro de la guerra
En Alepo, escenario de una de las batallas más duras de la guerra civil, aún quedan decenas de miles de civiles, tanto en la zona bajo dominio del régimen de Bachar el Asad como en la parte controlada por los rebeldes. No tienen dinero para huir. Una decena de ellos han relatado a EL PAÍS en precarias conversaciones por teléfono o por Skype cómo sobreviven en el epicentro de la contienda. Son Mustafá, un cirujano de la parte insurgente que por falta de recursos se ve obligado a elegir qué pacientes vivirán o cuáles no, la española María Angustias, que quisiera abandonar la línea que divide la ciudad por un lugar más seguro, o el prestamista Jaled que explica cómo los refugiados envían a través de él dinero desde Turquía a sus parientes. La Alepo actual es una sombra de lo que era hace solo cinco años: la mayor ciudad y el corazón económico del país. La guerra civil siria, que comenzó hace cinco años y medio, ha causado la muerte de más de 300.000 personas, 5 millones de sirios han buscado refugio en el extranjero, y más de 7 millones son desplazados internos.
LA ALEPO REBELDE
Hikmat Shaihan, de 26 años, director de dos escuelas en Alepo oriental
Las puertas de las dos escuelas que dirige a los 26 años Hikmat Shaihan permanecerán cerradas mientras prosigan los intensos bombardeos. Han perdido a dos profesores y a cuatro estudiantes bajo los aviones. Shaihan se sacude aún el miedo del cuerpo, tras salir milagrosamente ileso de un bombardeo que derribó su casa este viernes. “Ya nadie vive en los pisos altos, todos se han mudado bien al primer piso o a los sótanos”, relata describiendo una ciudad en la que parece haber más vida bajo tierra que sobre el asfalto. Y sin embargo, son minoría los colegios que disponen de un refugio bajo tierra.
En sus aulas, 720 niños de los 85.000 contabilizados en la Alepo rebelde atienden cuatro horas diarias de clase. “No es suficiente pero al menos evitaremos que salga una generación completa de ignorantes”, se consuela al teléfono. Shaihan teme que si el cerco perdura, la hambruna comience también a cobrarse vidas: “Los hornos abren un día de cada tres, y aquí no hemos visto un tomate en semanas. Apenas hay un puñado de cebollas y berenjenas a precios desorbitantes de las que se plantaron antes del cerco. Pero esto es una zona industrial y no de cultivo a diferencia de otras ciudades cercadas como Duma o Madaya”. “Podríamos seguir hablando durante una hora, o un año, y aun así me sería imposible comunicar al mundo el infierno en el que vivimos. No existen palabras”, sentencia.
Jaled M., de 47 años, el prestamista de la Alepo cercada
Algunas mentes empresariales han sabido sacar provecho del asedio. La mayoría de los civiles se adelantaron al cerco almacenando cuantas reservas de comida les permitió su economía. Tras el asedio, con todas las rutas a Turquía selladas, proliferan los prestamistas en Alepo. Entre ellos Jaled M. quien explica vía Skype el funcionamiento de su negocio. Su hermano vive en Estambul y se dedica a recibir las transferencias que envían los familiares ya sea desde Damasco como desde Berlín. Jaled M. dispone de reservas de liras sirias de su antiguo negocio textil hoy cerrado. “Una vez mi hermano recibe las transferencias en Turquía yo ejecuto los pagos aquí en Alepo”, explica. El prestamista asegura que tan solo cobra un 2% del monto total enviado, mientras que los transportistas llegaban a embolsarse hasta un 25% de la transacción por entrega.
Mohamed Alaa Al Jaleel, de 40 años, cuidador de gatos y conductor de ambulancias
“No se ha abierto corredor ninguno, pero si lo abrieran mucha gente saldría hacia Turquía o Idlib. Están exhaustos”, responde en una llamada de teléfono Mohamed Alaa Al Jaleel. “Aquí solo quedan los pobres, aquellos que no tienen adónde ir, aquellos a los que no les queda nada”, remacha. Al Jaleel es conocido en Alepo como el padre de los gatos, por ser el único que durante la guerra ha encontrado tiempo y energía para hacerse cargo de los felinos callejeros. Los 20 gatos que sus vecinos le confiaron antes de huir del barrio con la esperanza de recuperarlos un futuro día de paz, se han convertido hoy en 170. Famoso en las redes sociales, Al Jaleel ha logrado recaudar fondos con la asociación el Gattaro d’Aleppo para alimentar a los animales pero también para comprar dos ambulancias, mantener a 50 viudas junto a sus hijos e incluso hacer actividades para los ancianos del monasterio cristiano San Elías.
Junto a 12 voluntarios, Al Jaleel se lanza al volante de sus ambulancias a cada bombardeo para evacuar a los heridos de entre los escombros. Hace cuatro meses que envió a sus hijos y mujer a Turquía. “Tienen nueve, 11 y 16 años y ninguno sabe leer o escribir. Les he mandado para que no digan mañana que su padre permitió que se convirtieran en analfabetos”, dice entre orgullo y tristeza. Sin embargo, a pesar de la insistencia de su mujer, este antiguo electricista, querido por todos sus vecinos, ha decidido quedarse. “Ya les ha abandonado mucha gente. Mi vida no vale más que la suya. No podría mirarme al espejo por la mañana si les dejara aquí”,susurra.
Mohamed Qantar, de 14 años, huérfano
Qantar quedó huérfano hace año y medio y desde entonces vive en la Casa de Huérfanos, junto a otros 45 niños de entre tres y 15 años. Qantar estaba jugando al futbol con sus amigos cuando tronó el cielo. “Tardaron cinco minutos en sacarme de debajo las piedras. Me dolían mucho la mano y el pie”, dice gritando al teléfono como si eso pudiera mejorar la pobre conexión. Nunca más volvió a ver a sus padres. Ambos murieron ese día. Sus hermanas mayores no pueden hacerse cargo de él y su hermano de 18 combate en el bando insurrecto. Duerme en un refugio bajo tierra y ya ha hecho buenos amigos en el orfanato. A pesar de las prohibiciones de los adultos, los niños siguen siendo un porcentaje importante de las víctimas de los bombardeos, al escaparse para jugar entre callejas y ruinas.
Su mejor amigo es Samer, de 12 años y cuyo padre desapareció en las cárceles del régimen hace cuatro años. Su madre, como tantas otras, enloqueció durante la guerra. Hoy vive recluida sin tratamiento ni especialistas con otros enfermos mentales en una casita, en un barrio desierto de Alepo, donde por no pasar no pasan ni las bombas. “Los que tienen más miedo se lo hacen encima, pero yo no”, dice con orgullo Mohamed. Echa de menos a sus padres y está determinado a convertirse en fotógrafo “para testimoniar las bombas de El Asad y la gente que sacan de los escombros”, insiste. Al constatarle que tal vez la guerra haya terminado cuando él finalice su formación de fotografía, Mohamed se queda en silencio como si no hubiera contemplado la posibilidad que esa guerra que le persigue desde que tiene nueve años pueda terminar un día.
Mustafá, de 28 años, uno de los siete cirujanos que quedan en la Alepo oriental
“Los heridos están apilados en el suelo de los pasillos. Son tantos, y somos tan pocos médicos con tan poco material... Tenemos que mirarles a los ojos y elegir a quién atender…es decir quién vivirá y quién morirá por falta de recursos”, afirma el cirujano Mustafá, el único que atiende este sábado en el hospital El Oman, en la Alepo oriental. Lo hace al teléfono y con una voz exhausta pero entera. Mustafá lleva 20 horas postrado sobre una mesa de operaciones por la que han pasado 15 pacientes destripados por la metralla, y para los que no cuenta ni con el material, ni con el equipo humano necesario.
Es uno de los siete cirujanos de los 35 médicos que aún permanecen en la Alepo bajo control rebelde y de los que depende la esperanza de vida de un cuarto de millón de personas. Los combates y los bombardeos en el este de Alepo han dejado 338 muertos en las últimas semanas, entre ellos 106 niños, y herido a otras 846 personas, según el recuento que hace la Organización Mundial de la Salud (OMS). De los ocho hospitales que aún quedan medio en pie, cuatro tienen capacidad quirúrgica y cinco han sido bombardeados en las dos últimas semanas.
"Tenemos que mirarles a los ojos y elegir a quién atender…es decir quién vivirá y quién morirá por falta de recursos"
En tiempos de guerra, la ausencia de cirujanos vasculares entraña la amputación sistémica de los miembros lacerados por bombas y metralla. Y en la Alepo rebelde solo queda uno. Por lo que esta semana, Mustafá ha realizado siete amputaciones de unos heridos a los que en otras circunstancias podría haberles salvado las extremidades, y, por ende, su calidad de vida.
Mustafá, de 28 años, ha pasado los últimos tres años con el bisturí en la mano. “Antes de 2013 trabajaba como voluntario y venía [a Alepo oriental] durante mis días libres. Ahora llevo dos meses sin salir de aquí. No puedo irme, no puedo dejarles así. No ahora”, musita casi como para sí mismo. Mustafá no es de Alepo y ni siquiera pudo terminar la especialización de cirugía, como tampoco lo ha hecho el único neurólogo de la Alepo insurrecta. Pero como él, son varios los jóvenes médicos y enfermeros sin graduar que han decidido suplir el vacío que ha dejado la estampida de los médicos de la ciudad. Lo que no les dio tiempo de aprender en las aulas, lo han suplido con creces en el quirófano. “Nos falta formación, nos falta material, nos falta anestesia, nos faltan escáneres…nos falta de todo”, apostilla sin que su tono denote queja alguna sino como si hiciera una autocrítica. A las víctimas de los bombardeos se suman los enfermos crónicos con cáncer, diabetes, los frágiles de corazón, que desprovistos de sus medicaciones están condenados a una muerte segura.
Con el cerco ya no pueden evacuar a los pacientes graves con daños cerebrales a Turquía, y tampoco disponen de respiradores suficientes. Y a pesar de todo, Mustafá ha decidido quedarse. “Sabemos que nadie va a venir a ayudarnos y que nos las tenemos que apañar con lo que hay. Estoy en paz con mi decisión. No queremos nada de nadie”, concluye agotado antes de regresar junto a sus pacientes.
Um Salah, de 33 años, viuda con cuatro pequeños a su cargo
Del millón de civiles que habitaban la Alepo oriental solo quedan los pobres, los que no pueden permitirse pagar un trayecto que les convierta en desplazados ni mucho menos el que les dé el estatuto de refugiados. A las familias exhaustas económicamente se suman los colectivos más vulnerables de la sociedad, como las viudas, los abuelos sin familias o los huérfanos. “Dependíamos de la ayuda de la ONU y de la buena voluntad de mis vecinos. Pero ahora con el cerco no tienen ni para sus hijos, no se lo van a quitar de sus bocas para dárselo a mis hijos”, lamenta al teléfono Um Salah, viuda de 33 años con 4 hijos pequeños a su cargo. Su marido murió hace tres años y medio en un bombardeo. Desde entonces sobreviven de lo que les dan.
Asmar el Halabi, de 28 años, director de la Casa de Huérfanos
Conscientes del riesgo de una hambruna generalizada si prosigue el asedio, Asmar el Halabi, de 28 y director del orfanato ha reducido las comidas diarias de tres a dos. El Halabi sueña con comerse un shawarma, cuenta relamiéndose al teléfono. “Pero no queda un solo shawarma en toda la Alepo libre”, apostilla. A pesar del racionamiento, el director admite que en dos semanas se les acabará la comida. El Halabi asegura que con la intensidad de los bombardeos, los chicos no comenzarán el curso escolar esta semana. Algo que no solo afecta a su formación sino a su bienestar mental. Salir del refugio y mezclarse con otros niños tiene un efecto positivo en los pequeños. “No hay un solo psicólogo en Alepo oriental y sin embargo todos los niños sufren problemas”, se lamenta. Internet, cuando funciona, les brinda una ventana para chatear con especialistas que les orientan en los tratamientos a seguir. “Hacemos lo que nos dicen y si no funciona, probamos con otros métodos o médicos”, concluye.
En el cerco de Alepo sobreviven los nadies, aquellos a los que de tanto alimentarse del miedo y del hambre ya no les queda ni lágrimas que verter, ni más fe que en Alá. En esta mitad de la que fuera capital económica del país tan solo quedan los pobres, los obreros, los iletrados, los niños, las viudas, los locos. Ya hace tiempo que desertaron los letrados, los médicos y los ingenieros. Sienten que la comunidad internacional les da la espalda, con sus interminables y elásticas condenas cuyas resoluciones ni les protegen de los bombardeos, ni les llena la despensa durante el asedio.
Son moneda de cambio, convertidos en escudo humano para los milicianos insurrectos, y en blanco para los aviones del Ejército sirio. Son igualmente peones en la partida que libran Putin y Obama, partida que este lunes quedó en tablas. Y son 250.000, un tercio de ellos niños, los nadies que hoy esquivan a las bombas desde los subsuelos de Alepo. Tan sólo cuentan con un escuálido ejército compuesto por jóvenes médicos sirios que nunca llegaron a graduarse, voluntarias que hacen de tripas corazón y testarudos profesores con las cuerdas vocales desgastadas, en su empeño por sobrevivir hasta que el mundo resuelva acordarles otra tregua.
LA ALEPO LEAL
María Angustias Maldonado, de 58 años, habita con su familia en la línea que divide Alepo entre rebeldes y leales
La española María Angustias Maldonado habita en la línea que parte en dos Alepo, entre rebeldes y Ejército regular sirio. Sus oídos se han habituado al tronar de las bombas que caen de un lado y los morteros que golpean del otro.
Fue por amor que Maldonado cambió Granada por Alepo 42 años atrás. Tenía sólo 16 cuando conoció a un joven estudiante de farmacia sirio. Pero nunca se imaginó que viviría una guerra. Comparte una misma historia con docenas de mujeres españolas casadas con sirios y libaneses que fueron becados para cursar sus estudios universitarios en España y regresaron con las jóvenes a sus países de origen una vez completada la carrera. Muchas españolas vivieron durante quince años la guerra civil libanesa, otras viven desde hace cinco la siria. “Tenemos miedo. Hay muchos morteros, es terrible. Procuramos no salir mucho de casa”, relata al teléfono.
"Tenemos miedo. Hay muchos morteros, es terrible. Procuramos no salir mucho de casa"
Viuda desde hace tres años, Maldonado vive con su hija de 34 y nieta de cuatro, su nuera embarazada de siete meses y su hijo de 23. Su segunda hija de 40, no ha podido huir de la periferia de Alepo donde habita junto a su marido. Hace año y medio que la familia Maldonado se ha desplazado a Alepo capital. Tuvieron que abandonar su casa en Al Bab— localidad controlada por el autodenominado Estado Islámico—, situada a 35 kilómetros al noreste de la ciudad, huyendo de los duros combates. Su casa está destruida les dicen los vecinos. “Allí era muy peligroso pero aquí no hay trabajo y los morteros caen a diario, así que estamos intentando irnos a Latakia para estar en un lugar más seguro”, interviene al móvil y en árabe Mohamed Aisa, su hijo menor que al igual que sus hermanas no habla español.
“Tenemos una situación económica muy mala ahora mismo”, se lamenta María Angustias que apenas puede hacer frente a los 80 euros de alquiler y las cinco bocas que alimentar juntando la pensión de su marido y los 35 euros que gana su hija en una fábrica textil. La granadina pasa el día entre las cuatro paredes de la casa, postrada frente al televisor o entreteniendo a su nieta. Han transcurrido nueve años desde la última vez que pisó España cuando su hermano le mandó un billete de avión para asistir al entierro de su padre.
Mohamed Jamur, de 46 años, empresario textil que ha perdido su negocio en la guerra
“Los morteros de los terroristas no diferencian entre cristianos o musulmanes, ni entre civiles o uniformados”, espeta al aparato Mohamed Jamur, comerciante de 46 años que vive en la Alepo controlada por el Ejército sirio. “A Alepo la llamábamos Oum al Kheir (la madre de la bonaza en árabe) en tiempos de preguerra”, decía a esta periodista dos años atrás pisando las cenizas de lo que fuera su fábrica textil en las afueras de la ciudad. Algo por lo que nunca perdonará a los rebeldes.
Como muchos de sus vecinos, es de la opinión que los insurrectos usan los civiles como escudo humano por lo que les prohíben abandonar la Alepo oriental. Como argumento invoca el comunicado hecho público el pasado domingo por el Gobierno de Damasco que reza: "Las jefaturas de los Ejércitos ruso y sirio garantizarán a los hombres armados del este de Alepo una salida segura y les prestarán la ayuda que necesiten”.
El cirujano Mohamed Hasuni, de 49 años
Esta semana Mohamed Hasuni, de 49 años y padre de tres, ha realizado seis amputaciones. “Cada vez que el Ejército sirio avanza, los terroristas responden incrementando la lluvia de morteros sobre las áreas residenciales de la Alepo occidental”, espeta al aparato desde el hospital Al Razi, uno de los tres de los que dispone la franja bajo control leal y en la que se estima habitan un millón y medio de habitantes. El hospital cuenta con 13 salas de operaciones y con un equipo de 125 médicos y 250 enfermeros. Hasuni asegura que antes del cerco, médicos y enfermeros del Gobierno de Damasco acudían una vez al mes para tratar a los enfermos crónicos. “Incluso se evacuaban los casos más críticos a través de la Media Luna Roja siria. Pero con el deterioro de los combates, un equipo de enfermeros pagados por el Gobierno ha quedado atrapado y los milicianos no les dejan salir desde hace más de un mes”, asegura.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.