No huyen de Siria, huyen de Venezuela
Miles de venezolanos cruzan a Colombia por el puente Simón Bolívar; si el flujo no remite se teme una crisis humanitaria
“Imagine una ciudad del tamaño de Barcelona que hace unos años era relativamente rica y en la que hoy no hay comida en los supermercados ni medicinas en los hospitales, y donde quienes protestan son perseguidos: de eso escapamos”. Susana Guevara tiene 25 años, el pelo agitado por un viento imaginario y unos ojos oscuros que miran como si acabaran de salir de una catástrofe misteriosa. O no tan misteriosa: salió huyendo de Caracas hacia Colombia a finales del año pasado con su madre y sus dos hijos. Ángel Gustavo tiene tres años y corretea entre las piernas de la fotógrafa; Ángel Gabriel, de cinco, solo aparece fugazmente al final de esta conversación. El pequeño presenta síntomas de malnutrición; el mayor tiene leucemia y raquitismo. “Por eso nos vinimos: no había medicinas para tratarlo”, dice su madre. “Por eso y porque la represión política ya es inaguantable”.
Guevara —paradójico apellido para huir de una supuesta revolución— es radióloga y empezó a protestar por la situación venezolana cuando tenía 17 años. Fue detenida varias veces. Uno de sus hijos fue víctima de un secuestro. Y ahí dijo basta: abandonó su casa después de la enésima visita de la policía “con una maleta mal hecha a toda prisa, casi sin ahorros”. Dejó atrás a un marido chavista del que no tiene ni quiere tener noticias. Y tras 30 horas de viaje, llegó al puente Simón Bolívar —el corazón que late en toda esta historia, en la frontera entre Venezuela y Colombia— y cruzó a Cúcuta, una ciudad que prácticamente besa la frontera. Junto a ella han llegado, cargados de maletas y de historias parecidas, en torno a un millón de venezolanos en el último año. “Al principio alquilamos una habitación, pero se agotó el dinero y vivimos en la calle hasta que nos abrieron las puertas de un centro de acogida”.
Su idea es llegar a Perú, donde confía en tratar la leucemia del niño. Sí, Perú: entre los refugiados se ven bocas desdentadas y rostros desencajados, pero sobre todo ojos ansiosos que siguen creyendo en la vida y contra todo pronóstico apuestan a la esperanza.
No hay que entenderlo todo, pero no viene mal hacer el intento. Ocho de cada 10 venezolanos huyen porque sufren pobreza crónica o severa, porque la hiperinflación se come los ahorros —y los sueldos—, porque el PIB ha caído el 40% en tres años, porque la inseguridad alimentaria afecta al 90% de la gente y porque faltan medicamentos y hasta médicos: 6.700 licenciados en medicina engrosan las filas de la diáspora. Y, ante todo, y sobre todo, por miedo: “El Gobierno arremete contra los críticos a través de represión a veces violenta en las calles, encarcela a opositores y juzga a los civiles en tribunales militares”, dice un informe de la ONU.
El exilio es uno de los nombres del viaje. Si el exilio es forzado se convierte —en palabras del escritor Santiago Gamboa— “en un viaje triste”; en una suerte de condena. El puente Simón Bolívar es una continua sucesión de penitentes —4.000 diarios, muchos de ellos para no volver— en busca de un futuro mejor: los inmigrantes esperan que sus salarios se multipliquen entre cuatro y 12 veces, según David Miller, de Harvard. Pero Harvard queda lejos de Cúcuta. Aquí los venezolanos huyen de una pesadilla, pero cruzan a una ciudad con un 16,5% de paro y con una economía sumergida que supera el 50%. Los servicios públicos están colapsados: los primeros brotes de xenofobia obedecen a esas tensiones. Y la ciudad, estación de paso del narcotráfico, es una de las 50 más violentas del mundo por la presencia de grupos guerrilleros y paramilitares en toda la región.
Polvo, mugre, enfermedad, miseria, contaminación, un paisaje humano convulso: Cúcuta es el destino irónico de miles de venecos que venden —literalmente— todo lo que tienen en sus calles. Hasta su propio pelo: una cabellera vale 70.000 pesos (20 euros).
Cicatrices tras 50 años de conflicto
20 años no es nada, pero 50 años de guerra civil dejan cicatrices por todos lados. El terror de las cifras astronómicas no tiene ojos, pero hay más de siete millones de desplazados en Colombia. El país va camino de la paz tras el acuerdo entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, pero otras guerrillas siguen en activo y el conflicto provoca aún hoy el desplazamiento de miles de personas. Luisa Pacheco es uno de esos efectos colaterales. Indígena embera de 18 años, tuvo que huir desde su lugar de origen debido “a un asesinato y a amenazas directas de un grupo armado”, cuenta con un hilo de voz. Con su hija de tres meses en brazos, Luisa se ha establecido en una colonia cerca de Quibdó, la capital del Chocó, una de las regiones más pobres —e inaccesibles— de Colombia, cerca del Pacífico. En unas condiciones que a pesar de la ayuda humanitaria y de las ONG siguen siendo lamentables, con servicios públicos extremadamente precarios.
“Las instituciones no nos atienden porque somos indígenas llegados de otros lugares. Pero no queremos ir a campos de refugiados: necesitamos una reubicación que nos permita seguir adelante con nuestras señas de identidad”, cuenta Inés, de 45 años.
“Tanto el conflicto armado como los desastres naturales han dejado millones de desplazados: hay enormes necesidades en los ámbitos de educación, agua y saneamiento y construcción de la paz”, sostiene el secretario de Estado de Cooperación español, Fernando García Casas. “Llevamos una década fuera de nuestra tierra, pero no podemos volver: sigue habiendo paramilitares que viven de la violencia y el narcotráfico”, añade Albeiro Tapi, un líder activo de la comunidad eyasake que se ha establecido en uno de los barrios periféricos de Quibdó.
El año pasado hubo aún 50.000 desplazados en Colombia. La ONU denuncia “graves abusos” de las guerrillas y los paramilitares, que contrastan con la “falta de resultados” en las investigaciones de las instituciones. El país está ante una oportunidad histórica con el proceso de paz, pero tanto la llegada masiva de refugiados de Venezuela como los millones de desplazados ponen en riesgo la estabilidad. El horizonte parece relativamente despejado: Colombia crece en torno a un 2% anual y ha hecho una reforma fiscal aplaudida por el FMI. Lleva una década creciendo, aupada por una demografía boyante y el boom de las materias primas. La inversión en infraestructuras y la estabilidad derivada del acuerdo de paz son quizá los dos grandes motores a medio plazo. Pero las vulnerabilidades están ahí: una economía informal que roza el 50%, una deuda externa del 50% del PIB y unos niveles de pobreza y desigualdad estratosféricos, que se unen a unos servicios públicos cada vez más al límite.
Hace 20 años eran los colombianos quienes emigraban a Venezuela. Hoy ocurre lo contrario. “Prepararemos un plan para invitar a los venezolanos a volver”, decía el ministro venezolano Jorge Rodríguez hace unos días en estas páginas. Pero es difícil consolar con caramelos retóricos a esta gente, que cuenta relatos turbadores de su peripecia. Peter Rojas, el nombre ficticio de un coronel de la policía de 42 años, salió huyendo con uno de sus hijos cuando recibió órdenes de “suprimir” a un miembro de la oposición. Tiene perfectamente documentada toda su historia: se le busca por traición e insubordinación. Le pueden caer 30 años. Tras un largo viaje desde Sucre, acaba de cruzar a Colombia con 400.000 pesos (120 euros) tras vender todo lo que llevaba encima en la frontera. Le prometieron pasajes hacia otro país: “Me estafaron”, dice, “y ahora solo me queda pedir el estatuto de refugiado, pero eso me impediría trabajar durante un año: estoy desesperado, tengo dos hijos más allá”.
A su lado hay una joven embarazada de gemelos que lleva días pidiendo en la calle para pañales.
En el puente hay madres con recién nacidos en busca de las vacunas que no tienen en su país.
Y así ad infinitum.
El mínimo común denominador de todas esas historias es la necesidad y el miedo: a mediodía de un viernes cualquiera, en el cuaderno del periodista hay dos docenas de relatos parecidos. “Hagan algo”, se despide Susana Guevara con una mirada de desesperación que a la vez se las apaña para transmitir dignidad. “Llegan cientos de venezolanos sin parar: a este ritmo la situación será en insostenible en algún momento no muy lejano”, apunta Willinton Muñoz, director del Centro de Migraciones de la Fundación Scalabrini, en Cúcuta. La Comisión Europea y el Gobierno español acaban de recoger el guante —en una misión a la que ha sido invitado este periódico— con fondos para prestar asistencia en la zona.
Por necesidades de la representación iconográfica de la historia, la imagen de los jóvenes berlineses demoliendo el muro acabó simbolizando el final de la pesadilla comunista. No se vislumbra nada tan rotundo, tan visual en Venezuela, aunque la historia no suele llamar a la puerta para anunciarse. Lo más parecido a los martillazos contra el muro es esa muchedumbre que protagoniza el éxodo de una generación lanzada por el destino a una sacudida violenta como una catarata. Lo que se avecina, o a lo peor ya está ahí, es una crisis humanitaria de gran calibre. Y casi invisible: una de las leyes misteriosas de la vida es que siempre nos percatemos tarde de lo importante.
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