En busca de un juicio universal en la tierra sin ley
Un grupo de activistas presenta en La Haya denuncias por crímenes de guerra que afectan a 1.17 millones de personas en Afganistán
El mayor juicio de la historia de la humanidad tiene lugar en la cabeza de Abdul Wadood Pedram, un activista afgano que atiende a una videollamada en camiseta interior. Wadood fantasea con un macrojuicio a la altura del proceso de Nuremberg pero en cuyo banquillo, en lugar de los jerarcas nazis, se sienten los verdugos de la interminable guerra de Afganistán. El juicio del siglo en versión pashtún.
La indagación inicial que comienza a dar forma a las ensoñaciones de Wadood Pedram ha ido poco a poco adquiriendo tintes descomunales. Un equipo de investigadores apoyado por el activista y otros colegas que conocen bien el país, ha presentado en la Corte Penal Internacional cerca de 800 casos que, según los promotores, suman 1.17 millones de afectados por crímenes de guerra. Se trata del mayor número de víctimas potenciales registradas antes en un caso preliminar del tribunal con sede en La Haya, Holanda.
Los papeles presentados narran historias de masacres, ejecuciones extrajudiciales, atentados y toda clase de violaciones contra los derechos humanos. Una docena de las denuncias representan el grueso de las víctimas al tratarse de declaraciones colectivas que engloban a poblaciones enteras. Y el 94% de las denuncias están firmadas por hombres, nada raro en un lugar donde las mujeres están escondidas tras los burkas.
“La mayoría de los crímenes han sido cometidos por los talibanes, también por otros grupos insurgentes como la red Haqqani o el Estado Islámico. Y unos cuantos por el propio Gobierno afgano y el ejército internacional”, cuenta Wadood Pedram desde Kabul.
El número de víctimas seguramente sea mucho mayor. Los investigadores explican, en un informe, que el uso limitado de Internet, las distancias, el difícil acceso a algunas áreas del país, el analfabetismo y la poca fe de los afganos en la justicia han dificultado la elaboración del expediente. “Hay impunidad. Vaya a un juzgado y se volverá con las manos vacías salvo que lleve un buen fajo de billetes”, explica el activista.
Detrás de esta reivindicación de justicia se encuentra el esfuerzo colectivo de 26 organizaciones, entre ellas la que dirige Wadood Pedram. El defensor de los derechos humanos, alguien que reconoce que se despide con efusión de su familia cada mañana porque no está seguro de volver, recalca que van a seguir trabajando para sacar adelante esta iniciativa sin ayuda gubernamental. Es más, el activista vislumbra algunos obstáculos en el camino, como la propuesta de paz del presidente Ashraf Ghani a los talibanes la semana pasada. "Me temo que con eso se quiera enterrar los crímenes que han cometido", añade.
Dado el alto número de casos, Michael Kugelman ve poco probable sentar a todos los responsables en el banquillo. El experto en Afganistán del Centro Woodrow Wilson de Washington, colaborador de The New York Times o The Washington Post, considera que la iniciativa supone poner rostro al sufrimiento de varias generaciones de afganos que han encadenado casi de forma consecutiva un conflicto tras otro desde hace décadas. "Esta cascada de demandas es un poderoso reflejo de la situación del país: violencia sin fin y un clima de impunidad", contesta por email.
Ese millón de denuncias está repleto de historias como las de Dawlat Shah. Este exsoldado guarda en el móvil una traducción en pashtún de un extracto de Directorate S, el último libro sobre Afganistán de Steve Coll, dos veces premio Pulitzer. “Mira lo que pone aquí: 715 civiles muertos entre 2012 y 2014 por bombarderos americanos. Y estos son los buenos, ¡imagina los malos!”, dice Shah en un café de Madrid
Shah, de 37 años, combatió de adolescente con los muyahidines, más por azar que por convicción, hasta que en una emboscada cayó en manos de los talibanes. Lo dejaron ir porque solo tenía pelusilla en el bigote y después vivió relativamente tranquilo con la llegada de los barbudos al poder. El día de su boda puso la música muy bajita, tan bajita que los invitados que bailaban parecían actores de una película muda.
Tras la invasión de Estados Unidos consiguió un empleo como conductor de convoyes de la OTAN. El sueldo era bueno, no podía quejarse, y los desplazamientos le servían para sacar a la luz el comerciante que todo afgano lleva dentro. Shah compraba gallinas en Kabul y las vendía por diez veces su precio en las ciudades en las que todavía se combatía. De vuelta a la capital, traía piedras preciosas y alfombras de la época de la colonia británica que revendía a los marines. La especulación acabaría costándole el exilio.
En una ocasión acompañó a otro conductor que también se dedicaba al estraperlo a Qarabagh, un distrito de la ciudad de Ghazni, donde habían acordado la venta de raciones de comida con un viejo comerciante y su hija. En las cajas que transportaban había algo más: revólveres y gafas de visión nocturna con el sello del ejército americano. Shah dice que él no tenía ni idea, que fue algo que su amigo le ocultó, que él puede ser cualquier cosa pero no un traficante de armas.
La venta se torció. Alguien había alertado a los talibanes de su presencia en el lugar. A su amigo lo mataron. Él logró huir. Ahora lucía un bigote frondoso y era obvio que el destino no le brindaría una segunda oportunidad. La empresa de seguridad y transporte se enteró del incidente –el camión que manejaban ardió en llamas- y sus allegados le aconsejaron no volver. Se imaginó preso en Guantánamo, sospecho de colaborar con terroristas, o colgado por los talibanes por trabajar con occidentales. Huyó por la frontera con Pakistán y tras un periplo agotador llegó a España en 2012, donde recibió asilo. Su historia es una más entre un millón.
Más de 10.000 civiles muertos en 2017
En Afganistán, sin final a la vista para un conflicto que empezó hace 17 años, la población local cada vez sufre más las consecuencias de la guerra. Por cuarto año consecutivo, el balance anual de civiles muertos y heridos elaborado por Naciones Unidas ha superado las 10.000 víctimas. Desde que la Misión de Asistencia de la ONU empezó un recuento en 2009, el total de fallecidos se acerca a los 30.000 y el de heridos sobrepasa los 50.000.
Las mujeres y los niños son los que salen peor parados en el cómputo: en menos de una década se han incrementado un 300% el número de muertes en estos grupos. Aunque el Gobierno afgano introdujo algunas medidas para mejorar la protección de los ciudadanos, los datos revelan su insuficiencia. “Ambas partes [el Ejecutivo y las grupos antigubernamentales] llevan mucho tiempo hablando de su compromiso para que no mueran más inocentes. Sin embargo, eso no se ve reflejado. No hay una voluntad real”, asegura Danielle Bell, directora de la Misión de Asistencia de la ONU en Afganistán.
Para Bell, la amenaza sobre los afganos no retrocede por la reducción de la presencia de tropas internacionales y el avance territorial de los talibanes. En 2017, se registró el mayor número de fallecidos por ataques suicidas: un signo inequívoco del ascendiente de las fuerzas antigubernamentales, cuya fuerte presencia en todo el país pone en entredicho la capacidad del Gobierno para mantener la seguridad de la población civil.
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