¿Están locos estos italianos?
El radicalismo es más aparente que real en un gran varapalo a los partidos convencionales
Impresiona y desconcierta ponerse a sumar la pujanza de las fuerzas radicales y euroescépcticas italianas al socaire del 4M. Entre populistas, extremistas y xenófobos sobrepasan con creces la mitad del sufragio, pero conviene subordinar la psicosis y el estupor al coeficiente de desdramatización con que debe observarse la política tricolore. Empezando por la apoteosis del M5S -así la han llamado sus mentores-, cuya inequívoca victoria tanto proviene del estrépito de la izquierda renziana como de su propio proceso de normalización.
Los grillini han abandonado el discurso antisistema, han pescado en el descrédito de los partidos históricos y han sobrevivido a la ausencia de su patriarca. Se diría que el histrionismo de Beppe Grillo y su desmesura limitaban la credibilidad del fenómeno. Que el personalismo agotaba el proyecto (¿Pablo Iglesias?). Y que la aparición de una alternativa aseada e institucional en el culto a la novedad y la efeboracia, Luigi di Maio, 31 años, aspiraba con motivo a la homologación entre los partidos respetables, matizando incluso la eurofobia enfermiza del humorista ausente.
Italia se ha dividido en dos. El centro-sur deshereda al Partido Democrático en beneficio del M5S y la coalición de la extrema derecha coloniza el territorio septentrional, aunque el aspecto más relevante del pacto entre Berlusconi (Forza Italia) y Matteo Salvini (Liga Norte) consiste en el sorpasso de los propios leguistas. Nunca se había producido semejante subversión en la alianza conservadora. Ni se habían aireado tantas distorsiones. Quizá porque Berlusconi ha degenerado en su propia contradicción: abrazar la xenofobia de Salvini y proponer de candidato al presidente de la Eurocámara, Antonio Tajani, engendrando una esquizofrenia política a la que ha puesto remedio la ferocidad sin ambages de la Liga Norte en el plagio del trumpismo: Italia para los italianos.
Y los italianos, más que enloquecer o radicalizarse, han decidido enterrar las referencias convencionales. El Cavaliere (13%) se resigna al camino de la jubilación. Y Matteo Renzi se caricaturiza en su papel de estrella fugaz, arrastrando el PD al mismo cementerio donde ya reside el Partido Socialista francés y donde se amontona el psicodrama de la socialdemocracia continental. Ha dañado a Renzi la balcanización de la izquierda italiana tanto como lo ha hecho el fracaso del plebiscito que se concedió a sí mismo en diciembre de 2016, cuando sometió a los compatriotas la fallida reforma de la Constitución. Y las urnas lo han vuelto a desahuciar, constriñéndolo a una dimisión que no debería tardar en escenificarse.
Se desprende de estos comicios italianos el enigma de la gobernabilidad, más todavía cuando la mayoría requiere el 40% del consenso. El M5S abjura de los pactos. La Liga Norte representa un aliado tóxico en cualquier escenario. Berlusconi no puede ejercer de árbitro. Y a la izquierda le faltan los números y la credibilidad. Tampoco se reconoce en el fondo del cuadro la figura coyuntural, tradicional, del redentor democristiano, de tal forma que el presidente Mattarella necesita la iluminación del Espíritu Santo en las estancias pontificias del Quirinale para obrar el milagro y ungir cualquier opción aseada que prevenga de otras elecciones.
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