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El hiyab y la geografía del paraíso

No llevar velo no era visto como herejía. Pero este asunto ha sido politizado por los fundamentalistas

Mujeres iraníes ante la mezquita Masjed- e Sheikh Lotfollah, de Isfahán. 
Mujeres iraníes ante la mezquita Masjed- e Sheikh Lotfollah, de Isfahán. Henning Bock (laif)

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Por mucho que insistan algunos en la obligación de vestir el hiyab como precepto religioso, este no es un pilar del islam porque, si lo fuese, el Corán lo prescribiría como en el caso de la oración, el ayuno, la limosna, la peregrinación, etcétera. Sin embargo, no hay versículo alguno que determine que el hiyab sea uno de los pilares del islam. En este sentido, es una cuestión cuasi religiosa, que se acerca más a una costumbre.

Históricamente muchas mujeres musulmanas de alto rango social y religioso no se velaban en el sentido estricto de “hablar a los hombres tras el velo”. Por ejemplo, ­Aisha, conocida como “la madre de los creyentes”, participaba en discusiones con hombres e incluso en la toma de decisiones, ya fueran de guerra o de paz. Sukayna, hija del Husain, dirigía en su casa una tertulia con hombres en torno a la poesía.

Quizá, por eso, no llevar velo no haya sido visto históricamente como herejía o signo de infidelidad.

Con esta sumisión el hombre siente que controlará la maternidad y el corazón del movimiento reproductivo en la sociedad

Cubrirse la cabeza con velo era una simple protección general, tanto para hombres como para mujeres, impuesta por la naturaleza del clima, el viento, el polvo y la arena. Tanto es así que el velo y el niqab eran prendas de uso tradicional en Bizancio y Persia.

Hay variedad de formas, colores y maneras de vestir el velo. En Egipto y Siria es un adorno y signo de belleza que destaca los encantos más atractivos y seductores de las mujeres, concretamente los labios y los ojos, a diferencia de lo que sucede en Afganistán y los países del Golfo.

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El hiyab es realmente polémico entre los musulmanes. Es una controversia utilizada desde hace tiempo, ideológica y políticamente, por parte de las fuerzas fundamentalistas para intentar controlar a la sociedad, y que toma fuerza o se debilita según la situación de cada país. De hecho, este asunto se ha politizado fuertemente en el marco de las tensas relaciones entre los árabes y Occidente, especialmente tras los atentados del 11 de septiembre.

La aceptación del hiyab se considera parte de la interpretación actual de los textos sagrados del islam. Sus defensores dicen querer servir al islam y defenderlo de las amenazas contra él. Aunque esta afirmación fuese acertada, el hiyab no es el arma que garantiza dicha defensa.

Lo más probable es que esta reivindicación del hiyab tenga como objetivo vincular el presente a un pasado religioso ficticio, de forma que dicho pasado se perpetúe en la política y en la memoria colectiva. Se basa en una interpretación arbitraria, limitada y muy estricta de algunos textos religiosos, además de ser claro síntoma de la naturaleza de las relaciones entre el hombre y la mujer en las sociedades árabe-islámicas.

El hiyab es la parte más obvia del predominio masculino-patriarcal sobre la sociedad. Es, tal vez, la parte más reveladora del sentimiento del varón-padre que, sometiendo a la mujer, piensa que somete al enemigo, destacando con ello, de la manera más clara y directa, la victoria de la masculinidad-paternidad. El hombre siente que, si dirige a la mujer a su gusto, controlará la maternidad, es decir, los futuros nacimientos y el corazón del movimiento reproductivo en la sociedad, aparte de controlar lo más bello: la feminidad. Así, encuentra sosiego en la fe, pensando que de este modo hace un ejercicio previo en el que la mujer vive la vida terrenal a la sombra del hombre y a su amparo, con el fin de que aparezca en su pleno esplendor, sin velo alguno, después de la muerte, en la imagen de una hurí dedicada completamente a satisfacer los placeres de la masculinidad creyente.

En la vida terrenal, el hombre convierte a la mujer en un objeto privado, en cama, casa o jardín. Esta conversión en un objeto es una mera representación teatral de lo que vivirá en la otra vida.

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Lo cierto es que la geografía de la otra vida en el imaginario islámico ayuda a entender la geografía de su mundo profano. No podemos entender bien la segunda sin entender la primera. La feminidad, según el legado imaginario de esta geografía, solo existe en su pleno sentido religioso en la otra vida, es decir, en el paraíso. La feminidad existe exclusivamente en su calidad de placer y gozo: el placer más satisfactorio y el gozo absoluto. Así se entiende la insistencia de los fundamentalistas en mirar a la mujer en vida únicamente como recipiente, o vientre, o como mero tránsito hacia la hurí.

La hurí existe, en esencia, por y para recibir al creyente en la otra vida; es el lecho que le proporcionará placer y alegría. Para enfatizar ese placer y la alegría, volverá a ser virgen después de cada coito, algo que confirman algunos alfaquíes y exégetas. En este contexto, la misma muerte se convierte, para algunos creyentes, en un anhelo por alcanzar el paraíso y las huríes. Como si la muerte y el sexo fuesen dos aspectos de la vida que se complementasen.

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¿Cómo no decir, entonces, que esta visión religiosa patriarcal-masculina anula a la mujer como sujeto? ¿Cómo no decir, entonces, que esta visión hace de la mujer una extensión o sombra de la masculinidad? ¿Cómo no decir, entonces, que anular a la mujer es una suerte de aniquilación?

No hay velo en la otra vida y la hurí es el máximo exponente de lo lícito que el creyente elige a su gusto, o que es elegida para él por la voluntad de Dios. En este sentido, ¿no ha de entenderse que ponerse el velo en esta vida es un retraso respecto a no ponerse en absoluto el velo en la otra vida, es decir, posponer la libertad a la otra vida? ¿No se trata de una cárcel temporal, una especie de espera, para encontrarse con la feminidad, libre y virgen, en la eternidad del más allá?

A la luz de todo esto, el predominio patriarcal-masculino sobre la feminidad de la mujer constituye el núcleo estratégico de la cultura fundamentalista hoy en día. La mujer dentro de esta cultura queda reducida, en la teoría y en la práctica, a ser un objeto —quiero decir “máquina sexual”— o un objeto en el diccionario de lo lícito e ilícito.

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La sumisión femenina a la imposición del hiyab es una confesión deliberada de esclavitud, y una rendición ante todo lo que supone dicha esclavitud. Es optar por una interpretación religiosa arbitraria, es decir, por la cultura de la ignorancia y la represión. Esta cultura impide la integración de la mujer en el movimiento social, tanto en el plano teórico como en la práctica. Es una opción que favorece el retraso social y obstaculiza la lucha que llevan a cabo las sociedades árabes hacia la separación entre religión y Estado, para lograr la democracia y los derechos humanos de libertad, igualdad y justicia, sin discriminación alguna entre hombres y mujeres.

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La hurí en el imaginario islámico fundamentalista recuerda a aquella sirena de la mitología griega que representa, a la vez, la seducción sexual-erótica más allá de la muerte y la seducción hacia la eternidad. A mi juicio, la mayoría de los musulmanes y aquellos que han nacido en el seno de la cultura islámica prefieren, como el protagonista de la Odisea, Ulises, y como los griegos, la vida terrenal al sol en brazos de una mujer en libertad, a la vida en brazos de las sirenas.

Que venga la muerte después.

La muerte no es el problema.

El problema es la vida.

Adonis es un poeta, ensayista y traductor sirio exiliado en París. Es autor entre otras obras del poemario ‘Historia desgarrándose en cuerpo de mujer’ (Huerga y fierro) y del ensayo ‘Violencia e islam’ (Península).

Traducción de Jaafar al Aluni.

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