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Para detener una guerra no basta con la diplomacia

La paz en Bosnia es un ejemplo de los dilemas a los que se enfrentan los negociadores internacionales

Guillermo Altares
El diplomático estadounidense Richard Holbrooke (D), en 1995, en Sarajevo.
El diplomático estadounidense Richard Holbrooke (D), en 1995, en Sarajevo.Danilo Krstanovic

Maquiavelo mantenía que los diplomáticos debían estar siempre preparados para la guerra. Y en la época en la que escribió su Príncipe, el pensador florentino no dejaba de tener razón. “Un príncipe no debe tener otro objeto, otro pensamiento, ni cultivar otro arte más que la guerra”, sostiene. La forma de relacionarse de los Estados ha cambiado mucho desde el Renacimiento, afortunadamente, pero como siempre la recomendación de Maquiavelo era certera y realista. Su idea es que un gobernante tiene el deber de defender a su país por todos los medios. Cuando a uno de los grandes diplomáticos de la segunda mitad del siglo XX, el estadounidense Richard Holbrooke, le preguntaron en qué consistía el oficio de mediador en conflictos internacionales, no dudó en responder: “Primero defines los intereses de tu país y luego los intereses de las partes y buscas la forma de ponerlos de acuerdo”. La diplomacia, inevitablemente, debe de ser egoísta, pero eso no quiere decir que no sea útil.

Holbrooke, fallecido en 2010 a los 69 años, fue el arquitecto de los acuerdos de paz de Dayton, que acabaron en 2005 con la guerra de Bosnia. Fue un gran momento de la diplomacia, en el que este intermediario desplegó su estilo negociador: sentó a hablar a los enemigos de los Balcanes, los líderes serbio, bosnio y croata, en una base aérea bajo un antiguo bombardero B52 para dejar muy claro su punto de vista: el uso de la fuerza era una opción que siempre estaba sobre el tablero.

Holbrooke publicó un libro, ya clásico, sobre aquellas negociaciones, que se tituló Cómo parar una guerra, y un grupo de amigos —entre ellos la embajadora de la Administración de Obama ante la ONU, Samantha Power— editaron un ensayo sobre su figura, El americano inquieto, una clara referencia a El americano impasible, de Graham Greene, una de las grandes novelas sobre la diplomacia, junto a Bella del Señor, de Albert Cohen. En el libro, el periodista y profesor Strobe Talbott asegura que Holbrooke era muy aficionado a las novelas de ­John le Carré. Tiene sentido: el gran tema del escritor británico es cómo sus personajes son capaces de conservar la moralidad en un mundo inmoral y, en gran medida, los grandes diplomáticos siempre han circulado por ese espinoso camino.

La diplomacia tiene que moverse dentro de lo posible y solo así puede ser útil. Pero para parar una guerra hay que mostrarun B52

La paz de Bosnia fue, por un lado, una inmoralidad: significaba cederle a los serbios un territorio que habían conquistado a través del genocidio —las sentencias del Tribunal de La Haya contra sus jefes militar, Ratko Mladic, y civil, Radovan Karadzic, lo confirman—. Por otro lado, consiguió mantener algo parecido a la unidad territorial de Bosnia-Herzegovina y detuvo la guerra. Veintidós años después, Bosnia es un desastre, pero está en paz. La diplomacia siempre debe moverse dentro del terreno de lo posible y solo así puede resultar útil. Pero, como sostenía Holbrooke, para parar una guerra es necesario mostrar un B52. También, explica su viuda Kati Marton, que la gran lección que aprendió en su primer destino, Vietnam en los sesenta, es que “el poder debe de ser ejercido con una enorme prudencia”. La cautela, la sutileza, la amenaza de la fuerza, el egoísmo y Maquiavelo constituyen una fórmula que han utilizado muchos grandes diplomáticos, aunque la mayoría de ellos, como se puede ver en la desastrosa historia del siglo XX, fracasaron. Eso no quiere decir que la diplomacia sea inútil. Solo difícil, pero posible.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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