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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Lecciones del genocidio de Bosnia

La condena al caudillo militar serbio Ratko Mladic demuestra la facilidad con la que se desatan el odio y la violencia

Una mujer en un memorial a las víctimas de Srebrenica, en Potocari, tras conocer la sentencia.Vídeo: DADO RUVIC (reuters) / quality-reuters
Guillermo Altares

Genocidio es una palabra acuñada después de la Segunda Guerra Mundial por el jurista polaco Raphael Lemkin y que, tras el Holocausto, trataba de reflejar el mayor crimen posible: el intento organizado de exterminar a un grupo étnico o religioso solo por el hecho de serlo. La fuerza de esa palabra es tan tremenda que, a lo largo de la historia, muy pocas veces ha sido pronunciada por un tribunal. La condena a cadena perpetua contra el exgeneral serbobosnio Ratko Mladic por el genocidio de Srebrenica y por crímenes contra la humanidad cometidos durante la guerra de Bosnia (1992-1995), dictada este miércoles por el Tribunal de La Haya, arrastra unas cuantas lecciones, ninguna de ellas agradable. La primera es que, una vez que se pone en marcha la espiral del odio, es más fácil de lo que creemos que acabe degenerando en violencia.

Mladic, junto a su secuaz Radovan Karadzic —condenado en marzo de 2016 por el mismo tribunal, que cerrará sus puertas este mes de diciembre—, planificó y llevó a cabo el exterminio de los musulmanes del este de Bosnia, una antigua república yugoslava con una población dividida entre musulmanes, serbios y croatas. La limpieza étnica formaba parte de una idea que mezclaba la ambición territorial con el racismo: matar o expulsar a los musulmanes para convertir ese territorio en Serbia. Las masacres fueron acompañadas de violaciones masivas y de la destrucción de mezquitas y de cualquier signo de su presencia cultural. El objetivo era borrar sus huellas para que una cultura centenaria se convirtiese en un inmenso silencio, como si nunca hubiese existido.

Cualquiera que haya recorrido aquellas tierras, que el premio Nobel Ivo Andric retrató en su obra maestra, El puente sobre el Drina, percibirá esa ausencia. Lo que ahora es la República Srpska nunca ha podido despegarse del genocidio sobre el que nació: las violaciones masivas que empezaron en la ciudad de Foca, cuyas mezquitas fueron totalmente destruidas, o las fosas comunes de Srebrenica. Pero no hubo ningún azar en aquello. Las memorias del periodista bosnio Emir Suljagic, Postales desde la tumba (Galaxia Gutemberg), el único varón superviviente de su familia, incluyen muchas imágenes que recuerdan a las matanzas nazis: separación por géneros, camiones, seres humanos aterrorizados escuchando los disparos de los que son asesinados antes que ellos en una fosa común. Podía ser Srebrenica en 1995 o el barranco de Babi Yar, donde los nazis mataron a 150.000 judíos en junio de 1941.

Mladic, hoy ante el tribunal de La Haya.
Mladic, hoy ante el tribunal de La Haya.REUTERS

En una entrevista reciente, el estudioso de los crímenes de la Segunda Guerra Mundial Laurence Rees recordaba una frase de otro gran historiador del Holocausto, Christopher R. Browning: "Nunca ha fracasado ningún genocidio por falta de voluntarios para asesinar". Tras meses y años de sembrar el odio hacia el otro, personas normales se sumaron a los pelotones de ejecución. No fueron solo los paramilitares serbios, bandas de asesinos mafiosos, los que cometieron los crímenes, como relata la croata Slavenka Drakulic en su libro No matarían una mosca, en el que entrevista y describe a paisanos convertidos en cómplices de genocidio.

La lección final de la condena a Mladic es que, desgraciadamente, el odio es posible. Convenientemente azuzado y organizado, despertando temores remotos, estigmatizando al otro, lo que parecía imposible —un nuevo genocidio en Europa después de la Segunda Guerra Mundial—, ocurrió. Se ha hecho justicia. Ahora cuidemos la memoria.

Las huellas del genocidio

Proteged a la tribu. Los conceptos de genocidio y crímenes contra la humanidad reflejan la tensión entre la defensa del grupo y el individuo. Enfatizar la identidad colectiva tiene su fundamento, pero conlleva peligros.

El crimen como arma política. Las limitaciones de la justicia internacional favorecen la banalización del concepto.

Ruanda y Camboya no son el Tíbet. Frente al activismo de la memoria, los historiadores y los políticos deben delimitar con rigor las fronteras del genocidio

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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