La peligrosa misión de defender los derechos humanos en Colombia
La activista Islena Rey, que sobrevivió a un atentado, cuenta cómo viven bajo amenaza de muerte los que luchan por la justicia social del país
Colombia es un país de sobrevivientes. De gente que lleva las cicatrices de la guerra en su piel, de soldados que cayeron en minas antipersona y quedaron marcados para siempre, de líderes sociales que tuvieron que exiliarse para que no los mataran, de defensores humanos que fueron torturados.
A Islena Rey, presidenta del Comité Cívico de Derechos Humanos del Meta, le dispararon tres veces. Dos balas la alcanzaron y la dejaron con una invalidez del 50% en su brazo izquierdo, el colon remendado, sin bazo, con las costillas rotas y un pulmón destrozado. Fue hace ocho años, cuando se movía por el río Guejar después de terminar una reunión con representantes de 17 veredas. Le dispararon a plena luz del día, a quema ropa. Todavía no hay culpables. Tal vez por eso, por la falta de justicia, no fue el último intento para matarla, aunque tampoco era el primero.
Tiene 60 años y es sobreviviente del exterminio de los miembros gestores de la organización que todavía hoy lidera. A su compañero Josué Giraldo Cardona lo asesinaron y a Delio Vargas lo desaparecieron. El pecado fue acompañar a las familiares de las víctimas de crímenes de Estado, de la guerrilla, de paramilitares. Este mes, Colombia ha vivido un triste Déjà vu. “Otra vez nos están matando”, dice Islena al otro lado del teléfono. Nunca ha pedido que oculten su identidad cuando hace una denuncia y no le tiembla la voz para defender a los campesinos, aunque eso le haya costado tener que andar escoltada y amenazada desde hace más de 20 años.
Según el Colectivo José Alvear Restrepo, que tiene presencia en las regiones y agrupa informes de otras organizaciones, del 1 de octubre al 22 habían sido asesinados diez defensores de derechos humanos. Un muerto cada dos días. El recuerdo del exterminio del partido de izquierda Unión Patriótica en los años ochenta y noventa se despierta. “Al país le está faltando gallardía para enfrentar lo que está pasando. Masacran a campesinos, matan a los líderes de las regiones, nos amenazan. Parece que nada hubiera cambiado”, sentencia.
#SOS En Octubre una persona defensora de ddhh o lider/esa social ha sido asesinada cada dos días. #ParenDeMatarnos https://t.co/xUmlMYpUhK pic.twitter.com/p2u15tLvKw
— ColectivoDeAbogad@s (@Ccajar) October 24, 2017
Ser defensor de derechos humanos en Colombia es cargar un estigma que, para los violentos, justifica terminar en una tumba. “O somos guerrilleros o somos ‘sapos’ o estamos contra el progreso del país, cuando se trata de la defensa el medio ambiente y rechazamos a las mineras, a las multinacionales que se instalan en los pueblos”. Y si el que asume el liderazgo es mujer el riesgo es mayor.
“Desde que empecé en esto me preparé para morir, pero siempre tuve miedo de ser torturada, violada, arrastrada. La angustia de que me desaparecieran y mis hijos no volvieran a saber nada más de mí es más grande que la misma muerte”, dice Ismelda Rey, que en 2015 recibió del Gobierno sueco el premio Per Anger, por su lucha contra las violaciones de los derechos humanos en Colombia, un país que apenas esta semana planteó un castigo para quienes acosen a los líderes sociales.
El proyecto de ley que el Gobierno presenta ante el Congreso para someter a la justicia a las bandas criminales, busca que la amenaza contra defensores de derechos humanos y servidores públicos sea un delito que tenga un castigo de hasta ocho años de prisión.
Mientras el proyecto prospera, Islena y los otros tantos defensores que trabajan en las regiones donde el Estado apenas se asoma, siguen asumiendo con valentía, entre amenazas, su trabajo por las comunidades. “Recibimos panfletos, llamadas, mensajes de texto. El alivio que nos dio el desarme de las FARC en las regiones, que estábamos en medio de los bombardeos, nos duró muy poco. Ahora tenemos que hacerle frente a la tiranía de los que no quieren ver este país en paz”, concluye Ismelda, que le tocó acostumbrarse a tener un policía rondando su casa y a no dar un paso sin la sombra de sus escoltas.
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