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Minas antipersona y veto a la ayuda humanitaria: alarma por los rohingya que quedan atrás

Cientos de miles de personas de esta minoría aún siguen en Myanmar. Las ONGs exigen acceso “libre e inmediato” a la zona

Una niña rohingya lava la ropa en un agujero en el campo de refugiados de Balukhali en Cox's Bazar (Bangladés) este lunes.
Una niña rohingya lava la ropa en un agujero en el campo de refugiados de Balukhali en Cox's Bazar (Bangladés) este lunes.Allison Joyce (Getty Images)

El estruendo cogió a Kabur Ahmed por sorpresa. Había escapado de su aldea en llamas, de una lluvia de balas, y se acercaba a zona segura. La explosión “salió de la tierra”, asegura, a pocos metros de donde estaba, dejando a varias personas heridas en el suelo. O eso espera, que solo estén heridas. Presa del pánico, cambió súbitamente de dirección y corrió para ponerse a salvo. A sabiendas, no obstante, de que no lo estaría hasta cruzar la frontera y pisar Bangladés.

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Testimonios como el de Ahmed, que forma parte de los más de 400.000 rohingya que han huido de Myanmar (la antigua Birmania) en las pasadas tres semanas, resuenan por decenas en Cox’s Bazar, el distrito bangladesí al que llegan en masa los refugiados. Historias, fotografías y vídeos de explosivos y mutilados cuya veracidad es prácticamente imposible de comprobar, pero que van en línea con las experiencias narradas por los centros y organizaciones de atención médica en la zona y con las denuncias del propio Gobierno bangladesí.

Todas apuntan hacia el empleo de minas antipersona por parte de Myanmar en las áreas fronterizas; la enésima atrocidad contra los centenares de miles de rohingya, la minoría musulmana que huye del estado occidental de Rajine (hoy conocido como Arakan) en Myanmar, limítrofe con Bangladés. Escapan de una ola de represión contra la población civil sin precedentes por parte del Ejército birmano, en respuesta al asalto a varios cuarteles de las fuerzas de seguridad por parte de los rebeldes del Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ARSA, en sus siglas en inglés) el pasado 25 de agosto.

El doctor Shahen Abdur Rahman Choudhury no sabe cuántos turnos ha doblado en las pasadas semanas. Como director del hospital Sadar, el principal de Cox’s Bazar, afirma que la llegada de heridos y su condición presenta “una situación totalmente diferente a la que estamos acostumbrados”. De ser un centro modesto, habituado a asistir a los vecinos y algunos turistas que llegan a Cox’s –el principal destino turístico de Bangladés-, se ha convertido prácticamente en un hospital en zona de guerra. Una planta del rústico edificio se anuncia literalmente como “Unidad Rohingya”. Una docena de habitaciones que no alcanzan para atender el goteo de pacientes desde que comenzaron a llegar refugiados a finales de agosto.

“Muchos son mujeres y niños, más del 50% por ciento. La mayoría con heridas de bala”, informa el galeno. Pero también, agrega, “pacientes con heridas provocadas por minas que tuvimos que derivar a otros hospitales”.

La situación es especialmente alarmante en las zonas cercanas a la frontera. La Cruz Roja es la única entidad a la que Bangladés autoriza asistir a las 13.000 personas que se encuentran aún en la llamada “tierra de nadie”, un limbo jurisdiccional entre ambos territorios. Si el casi medio millón de refugiados en el interior de Cox’s se encuentra en condiciones desoladoras, ante la falta de alimentos, agua y cobijo, la entrega de ayuda en estos enclaves se ve aún más dificultada por la amenaza de las minas antipersona —un tipo de explosivo utilizado para restringir el movimiento del enemigo en tiempos de guerra y prohibidas por la mayoría de países del mundo (pero no por Myanmar ni países como China o Estados Unidos)—, según informan fuentes de la Cruz Roja en Cox’s.

Allí, en las zonas más próximas al límite con Myanmar, la tensión es ostensiblemente palpable. El control y las restricciones al paso a civiles y ONG, antes más laxo, se ha endurecido en los últimos días. El comandante Hussein, apostado en uno de los controles de la guardia fronteriza, echa el alto alegando “motivos de seguridad” por el despliegue de minas. No es su puesto habitual, cuenta, pero está allí porque “han aumentado” los efectivos de seguridad en las áreas limítrofes por los problemas al otro lado de la frontera.

El principal problema sigue siendo Rajine. Con una población de alrededor de un millón de rohingya antes de que estallara el conflicto, se estima que todavía haya cientos de miles padeciendo infinitas calamidades; imágenes por satélite y los testimonios de los supervivientes narran la quema de aldeas y disparos indiscriminados contra la población que huye. Un drama acentuado aún más por la amenaza de las minas terrestres, por la que Bangladés ya ha presentado quejas formales a Myanmar. Este país lo niega y, además, prohíbe la entrada de ayuda humanitaria a su territorio.

“Las organizaciones humanitarias internacionales deben tener inmediatamente garantizado un acceso libre y sin restricciones a Arakan [el estado de Rajine] para aliviar las inmensas necesidades que allí se padecen”, exhorta MSF en un comunicado.

Dirigiendo la mirada hacia la cercana frontera, Hussein lamenta la suerte de los rohingya aún en Myanmar. “Todavía hay muchos, claro, [Myanmar] los necesita para probar que no es una limpieza étnica", ironiza. "Esto —añade el comandante— no va a acabar nunca”.

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