El nuevo Brasil sin Lula
De la tormenta de corrupción y disputas políticas, el país podrá salir más maduro, con instituciones saneadas y fortalecidas y sin que la democracia haya sufrido pérdidas irreparables
Los países son más grandes e importantes que sus gobernantes. Y más ricos, humana y culturalmente. Brasil lo es también y no puede quedar paralizado en el "Lula sí" o "Lula no". Al estar atrapado por la disputa política y las redes de la corrupción, el país corre el peligro de retrasar el cambio que la sociedad está pidiendo.
Son ya pocos los analistas que confían en que Brasil pueda volver a ser presidido por Lula y por su partido, que fue una pieza importante de su historia reciente. Su ciclo político se acaba, como indica la lluvia de denuncias y acusaciones que ha caído sobre el expresidente más carismático y de mayor proyección internacional, esta semana por boca de Antonio Palocci, el que fuera su principal ministro, amigo y consejero, y, ahora, el primer líder de su partido a romper el pacto de silencio.
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Brasil está saliendo, herido y desconcertado, de un periodo de incertidumbre política y de miedos a volver a lo peor de su pasado. Puede que sean heridas de las que dejan huellas difíciles de sanar o quizás, como ha escrito en una nota en Facebook mi compañera, Carla Jiménez, "los problemas de crecimiento de la democracia".
En ese balancín entre pesimismo y optimismo, también yo prefiero pensar como mi colega, que, de esta tormenta, Brasil podrá salir más maduro, con instituciones saneadas y fortalecidas y sin que la democracia haya sufrido pérdidas irreparables.
Si la etapa histórica del lulismo dio sus frutos y supuso un momento importante para el progreso del país, el pos-Lula no tiene por qué ser un paso atrás en la consolidación del proceso democrático de un país clave en el continente.
Los pesimistas pueden ver en el pos-Lula y pos-PT, una derrota de la democracia y de las conquistas sociales. Sin embargo, si el pasado ya sabemos como ha sido, con sus luces y sus sombras, el futuro, que iniciará con las elecciones del 2018, está aún abierto y todos los caminos son posibles.
La responsabilidad, en este momento, ya no está en manos de una clase política, de izquierdas o de derechas que aparece desnuda de su dignidad, embadurnada por descaro de las maletas de dinero de la corrupción de Geddel Vieira Lima, aliado del presidente Michel Temer, y la gravedad de los "pactos de sangre" como el sellado, al parecer, entre Lula y el capital para perpetuarse en el poder. Esa clase política está agonizando y su relevo va a estar dentro de un año en manos de la sociedad que podrá expresar en las urnas su poder democrático de cambiar las cosas.
Esta vez, gracias sobretodo a las redes sociales y a la libertad de expresión de los medios de comunicación que ningún Gobierno, ni los corruptos eliminaron, la sociedad, hasta la menos ilustrada, conoce muy bien el resultado de la política de la corrupción y del enriquecimiento fácil. Esta es la hora de la verdad. Es la hora de un verdadero pacto, no de carácter mafioso con lo viejo, sino de compromiso con la ética y la democracia.
No será un cambio fácil, pero nada nuevo nace sin dolor. No existe en la Historia humana un solo niño que nazca riendo. Nace con miedo de lo nuevo.
Los pactos de sangre de la historia de la política conllevan, en su ambigüedad, la imposibilidad de que aparezca sangre nueva y renovadora. Son la gangrena de los procesos de libertad.
Los brasileños, en las próximas presidenciales, deberán hacer más bien un pacto de esperanza de encontrar caminos nuevos para demostrar al mundo que han sido más fuertes que la corrupción y la falta de ética de sus políticos.
Es eso, además, lo que esperan, fuera de Brasil, quienes gustan y envidian a este país, mezcla de sabores y culturas, alegre calidoscopio de felicidad.
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