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Columna
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Delito mayor

Colombia se enfrenta a la traición de los hombres en quienes reposaba la confianza que necesita una sociedad para sentirse segura

Diana Calderón

La Gran Corte, la que luchó contra las mafias más sanguinarias, la que extraditó a los capos del mal, la que enfrentó la parapolítica, terminó esta semana convertida en la cortesana luego de que se revelara lo que ha sido un secreto a voces: Leonidas Bustos, Francisco Ricaurte y Camilo Tarquino, expresidentes de la Suprema de Colombia fueron mencionados en unas grabaciones hechas por la DEA en Estados Unidos, en las que sus nombres aparecen relacionados junto a varios congresistas y abogados con los que habrían tejido una red de corrupción en los tribunales.

Por varios años, esos nombres fueron objeto de sistemáticas denuncias periodísticas por clientelismo judicial, por impedir una necesaria reforma al sistema judicial pero era aún peor. Junto a los congresistas Hernán Andrade, Musa Besaile y el ex senador y ex gobernador Luis Alfredo Ramos y a decir de las evidencias de la Fiscalía General, basadas en correos y grabaciones, algunos fallos de Corte Suprema de Justicia se habrían logrado mediante el pago de altas sumas de dinero, para absolver o para dilatar las decisiones sobre los políticos aforados.

La corrupción en la justicia ya había quedado planteada con la detención hace algo más de un mes del fiscal anticorrupción Luis Gustavo Moreno y el golpe a la institucionalidad había sido contundente. Pero la revelación sobre el presunto accionar delictivo de los magistrados fue más hondo. Afectó lo único necesario para validar cualquier ejercicio ciudadano, la justicia, la expectativa al menos de que esa justicia se va a encargar como lo hace la tutela, como ocurre con los jueces decentes, de garantizarnos unos mínimos derechos.

Colombia se ha visto afectada como muchas naciones del mundo por el escándalo de Odebrecht, donde una trinca de empresarios, políticos y funcionarios públicos pagaron sobornos y se enriquecieron para garantizarse contratos de infraestructura, en momentos en que las ciudadanías, globales, ya no creen en los liderazgos partidistas y privilegian peligrosos personalismos.

Colombia se enfrenta a la traición de los hombres en quienes reposaba la confianza que necesita una sociedad para sentirse segura. Por eso todas las salidas para reformar a la justicia, para atacar de raíz las estructuras clientelares, los vasos comunicantes entre la política y la justicia, el lobby de los togados en el Congreso, los cocteles donde se cuadran las coimas, deben venir después del castigo en derecho a quienes cometieron estos delitos.

Reformas constitucionales, revocatorias, peligrosas constituyentes, todas las propuestas merecen ser analizadas, pero sólo después de una investigación criminal independiente como la ha pedido el analista y director del Centro de Recursos para el Análisis de Conflicto, CERAC, Jorge Restrepo, y la consecuente responsabilidad penal para garantizar que salgamos de las profundidades de esta crisis.

Lo que necesitamos es garantizar que la Corte Suprema y sobre todo la Comisión de Acusación del Congreso, encargados constitucionalmente de investigar y juzgar a los congresistas y ex magistrados, respectivamente, lo hagan y que podamos saber la verdad como la que queremos saber y necesitamos saber del conflicto, para reparar.

Encontrar la forma de evitar que el oportunismo político aproveche la gravísima situación para declarar inocentes a los condenados en derecho por esa misma Corte como son los casos de María del Pilar Hurtado y compañeros.

Debemos poder evitar que quienes como el ex procurador Alejandro Ordóñez son capaces de mentir y usar el sistema para garantizarse su propia reelección nombrando a los familiares de sus electores, los magistrados, en cargos de pago millonario, no usen la bandera de la urgente reforma a la justicia. Tenemos que ser capaces de castigar el cinismo.

Lo que necesitamos es una sociedad en la que cada uno se pregunte por unos minutos qué nos ha pasado. Qué nos ha pasado para que no haya nada sagrado, para que ni siquiera el miedo o la deshonra les impidan a quienes son premiados con una toga o un uniforme, cometer esos delitos. Pensaba que portar esas prendas era de uso privativo de los grandes hombres. Sagradas como deberían ser los votos que reciben del favor popular los políticos. Pero no, se volvieron los ropajes de la corrupción.

Para que queden por siempre cerradas las rendijas por las que se cuelan las ambiciones inconfesables de los hombres y se atranca el altruismo es necesario que los actos tengan consecuencias. Entonces sí habría la posibilidad de vincular a la academia e incluso conformar una comisión de intachables como la que propusieron recientemente los juristas Juan Carlos Henao, Rodrigo Uprimny, Ramiro Bejarano y Juan Carlos Esguerra.

Sostenerse en el poder, en la profesión que se escoja en el sector público y en el privado, es ciertamente más difícil por la vía de la decencia porque implica estar por encima de las vanidades. Implica reconocer y aislar a los aduladores de ocasión, Significa revalidar la austeridad y tantos otras cualidades que conservan muy pocos líderes en Colombia.

Qué falta le hacen a este país hombres que tienen claro el infierno de las tentaciones y el cielo que alcanzan los egos y prefieren quedarse en la honestidad y el refugio de su familia… A Gustavo Gómez Velasquez este momento de Colombia en busca de sabiduría.

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