Muere Helmut Kohl, un europeísta en estado puro
El excanciller alemán ha fallecido esta mañana a los 87 años en su casa de Ludwigshafen
Helmut Kohl, que ha fallecido este viernes por la mañana en su casa de Ludwigshafen a los 87 años, según ha confirmado su partido, la CDU, ha sido el canciller de la unificación alemana. Sin su claridad de ideas, sin su sensatez y su empeño, también sin su capacidad de decisión y de convicción dentro y fuera de Alemania, tal acontecimiento trascendental en la historia de Europa no se habría producido en el breve plazo de once meses entre el 9 de noviembre de 1989, día en que cayó el Muro de Berlín, y el 3 de octubre de 1990 cuando los seis länder de la vieja República Democrática de Alemania quedaron incorporados en la República Federal e integrados directamente en la que entonces se llamaba Comunidad Europea, culminando así la ampliación más rápida que se ha producido en toda su historia.
Kohl se sitúa en el frontispicio de la historia alemana junto a Bismarck, que hizo la primera unidad en 1871 en Versalles tras vencer a Francia, y junto a Adenauer que construyó la Alemania democrática y la reconcilió con su vecino y enemigo secular francés. De hecho, el mérito de Kohl es todavía mayor, porque su proyecto de unir a los alemanes era solo la otra cara de su proyecto de unir a los europeos y de hacerlo, además, en libertad, no a través de la guerra como Bismarck, ni bajo un régimen de ocupación y división, como Adenauer.
Así, Kohl es también el canciller de la unidad y la libertad europeas, el político del salto hacia delante europeo a partir de la unificación alemana y que ha llevado a la creación de la moneda común, a la ampliación de las fronteras europeas hasta los confines de Rusia con el ingreso de 28 miembros, y a la consolidación de la mayor zona de respeto de los derechos humanos y de las libertades, de estabilidad, seguridad y prosperidad de toda la historia; un balance que en el momento de su muerte todavía se mantiene plenamente, a pesar de los nubarrones que se ciernen ahora sobre Europa.
Para este hombre corriente, vulgar incluso, un gigantón de casi dos metros surgido de la política renana más provincial de una Alemania dividida y ocupada, la libertad y la unidad de los alemanes ha sido desde su misma juventud la otra cara de la libertad y la unidad de todos los europeos. En la caída del Muro encontró su oportunidad, este momento decisivo y excepcional que pone a prueba a quien tiene el privilegio de encontrarla. De no haber sucedido quizás ni siquiera habría ganado las siguientes elecciones y pocos le recordarían en el momento de su desaparición.
Kohl aprovechó su oportunidad porque desde muy joven, cuando empezó a militar en la democracia cristiana renana, fundía en su cabeza el patriotismo alemán con el europeo y la hostilidad simultánea a los dos sistemas totalitarios, el que acababa de hundirse en Alemania y el que mantenía bajo su bota a media Europa, incluida la mitad oriental de Alemania.
Ya señalaba el camino de la unificación su primer paso trascendental como canciller, solo llegar a la jefatura del Gobierno en 1982 por una moción de censura constructiva contra su predecesor, hoy ya olvidada en la bruma de la historia. Fue su campaña en favor de la llamada doble decisión de la OTAN, propuesta por el canciller socialdemócrata Helmut Schmidt y tomada en 1979, pero cuestionada ampliamente por un movimiento pacifista creciente dentro incluso del SPD.
Se trataba de proponer al Pacto de Varsovia una reducción drástica de los misiles de medio alcance desplegados por ambos bloques en Europa, y específicamente en la Alemania comunista y, en caso de no llegar a un acuerdo, el despliegue inmediato de los misiles estadounidenses en Alemania. Kohl recibió ya entonces el apoyo de Mitterrand, con su frase célebre: “Los misiles están el Este, pero los pacifistas en el Oeste", que le aupó en su espectacular victoria electoral, casi el 50 por ciento de los votos para su partido, como solo las obtenía Adenauer en los años de la reconstrucción. El rearme de la OTAN que los pacifistas denunciaban prefiguró, de una parte, la incapacidad del sistema soviético y sobre todo de su economía para aguantar el reto armamentístico occidental; y, de la otra, la buena compenetración alemana con Francia, el único país del núcleo europeo que había jugado en algún momento a una tercera vía entre Washington y Moscú.
Kohl ha sido un político práctico, modesto, impregnado de historia europea, pero nada pretencioso. Su reflexión sobre el trágico pasado alemán, incomprendida por muchos, es reveladora de su talante reticente ante los moralismos y las ideas grandilocuentes, sin victimismos ni heroicidades impostadas: “Me he beneficiado de la gracia de nacer tarde”, dijo ante la Knesset, en la primera visita de un canciller alemán a Israel. El canciller que supo ver el futuro de Alemania y de Europa no era partidario de “las visiones” y menos de los políticos visionarios, “the vision-thing”, al igual que su amigo George H.W. Bush, que tanto le ayudó en la unificación.
Kohl fue un auténtico amigo de España. Ayudó al ingreso en las entonces llamadas Comunidades Europeas, hace exactamente 30 años, y fue el auténtico padrino de las políticas presupuestarias que han proporcionado a España 300.000 millones de euros en estas tres décadas en fondos estructurales, sociales, agrarios y de cohesión. Desde Madrid se le correspondió, como reconoce él mismo en sus memorias, donde cita el apoyo singular de Felipe González a la unificación, en contraste con la hostilidad de Margaret Thatcher y las reticencias, luego superadas, de François Mitterrand.
La Europa que Kohl contribuyó a construir con el nombramiento de Jacques Delors al frente de la Comisión, el lanzamiento del Acta Unica para crear el mercado interior europeo con sus cuatro libertades (de circulación de personas, capitales, mercancías y servicios) en 1992, el Tratado de Maastricht, la ampliación de la UE de 12 a 15 y los pasos iniciales hacia la moneda única, es todavía la de la ortodoxia europeísta trazada por los padres fundadores, en la que los gobiernos españoles se sentían cómodos y capaces de mantener un protagonismo de primer nivel. Ningún canciller posterior, ni Schroeder ni Merkel, se ha entendido mejor con Madrid ni ha sintonizado de forma más sutil con los intereses españoles.
Kohl desconfiaba de Merkel y, en general, de las generaciones que no habían vivido la experiencia de una Europa dividida y en guerra. “Está destrozando mi Europa”, llegó a decir en los últimos años, cuando las relaciones con Francia no han funcionado y Alemania ha ido ocupando un lugar excesivo en todas las decisiones, prefigurando esa Europa alemana que tanto temía el viejo canciller y a la que contraponía la Alemania plenamente europea.
Kohl ha pasado su purgatorio en vida. Tuvo que salir de la cancillería derrotado por Gerhard Schroeder, después de 16 años en el poder, y luego se vio obligado a abandonar la política el año siguiente, por la financiación ilegal de su partido, cuya denuncia se encargó de atizar la propia Angela Merkel. El suicidio de su esposa, Hannellore, en 2001, y las peleas familiares con sus hijos, tras casarse con su secretaria, terminaron de resquebrajar su imagen. Solo faltaba la publicación simultánea de una reedición de sus memorias y de otras memorias no autorizadas y muy polémicas, en las que se recogen más de 600 horas de grabaciones realizadas por un confidente y amigo con el que Kohl se había peleado.
Su muerte depurará sin duda el anecdotario y subrayará la dimensión del gigante alemán y europeo que acaba de desaparecer, e incluso su proximidad y su humanidad. Kohl fue un político normal, sin aura ni carisma, al que tanto sus adversarios como sus amigos consideraron como un canciller de transición y terminó como uno de los más longevos, 16 años en la cancillería, y de los que mayor y más persistente huella deja en la historia alemana y europea.
A pesar de su austeridad, su tenacidad y su laboriosidad, perfectamente alemanas, Kohl fue un hombre discretamente religioso y también irónico, tal como expresa la que es quizás una frase suya antológica, digna para un epitafio: “Hay vida antes de la muerte y todo cristiano, protestante o católico, tiene derecho a gozarla”.
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