Fátima y el castigo mortal en el Arena
Asesinando a niños que cantan y bailan el salafismo quiere imponernos su moral
Los niños asesinados este lunes en el Manchester Arena no murieron víctimas del azar ni de la mala suerte de formar parte de una enorme multitud festiva. Los yihadistas no buscaban socializar el miedo, querían escarmentar a los adolescentes “pecadores” y a sus padres que los condujeron de la mano hasta el “desvergonzado concierto” de Ariana Grande, según define el acto el Estado Islámico (ISIS) en un comunicado. Quieren aterrorizarnos, pero también señalarnos cuál es el camino recto. Y hacerlo con la sangre de nuestros hijos, la que más nos duele. Pretenden imponernos su moral.
Atacaron el “desvergonzado concierto” de miles de niñas. Chicas con el pelo suelto, maquilladas, con el primer carmín en sus labios, jovencitas inocentes que vestían minifaldas y pantalones cortos, criaturas que caminaban orgullosas sobre sus zapatos con alzas para parecer mayor: una “obscena” representación del “pecado” a ojos de los salafistas. Un símbolo que hay que castigar. El atentado iba expresamente dirigido a ellas, a las “incrédulas” que buscan la felicidad en la música, para los terroristas “la flauta de Satán”.
La melillense Fátima Mohand Abdelkáder tenía 16 años cuando se la tragó la tierra. Era idéntica a las niñas que murieron en el Manchester Arena, vestía vaqueros ceñidos y se pintaba, pero la secta Takfir Wal Hijra, la más extrema y radical del salafismo, le prohibió que sus ojos negros azabaches miraran a ningún hombre que no fuera su padre o el dirigente de la secta que la captó en el barrio de La Cañada de Hidum, uno de los más deprimidos de la ciudad.
Cambió su minifalda por un burka, escondió sus cabellos, se puso guantes hasta los codos, dejó sus estudios, abandonó la mezquita y comenzó a rezar en casas abandonadas. En 2009 su fuga de la secta le costó la vida a su novio Salam Mohand Mohamed, de 21 años, con el que se iba a casar. El cuerpo del chico, que también había abandonado el club del odio, apareció atado de pies y manos, semidesnudo y torturado. Su rostro y genitales quemados con fuego. Le remataron con un disparo.
Fátima regresó al infierno en 2012. La niña que cuatro años antes confesaba en la intimidad su dramática historia cayó de nuevo en las garras de los takfiris y se casó con uno de sus barbudos con el que tiene varios hijos. Hoy, pasea vestida con un burka negro por las empinadas calles de La Cañada y esquiva las miradas de cualquier hombre que no sea su marido.
La etapa de atacar a los medios de transporte, la enfermiza obsesión de Al Qaeda y otros grupos yihadistas durante los últimos veinte años, está casi superada. Las medidas de seguridad hacen cada vez más difícil esos objetivos. Ahora parece que los acólitos del salafismo han puesto su objetivo en la moral. En recordarnos que si recuperan los denominados territorios perdidos y convierten Europa en parte de un nuevo califato nuestras costumbres y libertades desaparecerán.
Nos avisaron atacando a la discoteca Bataclan, con noventa muertos. Entonces el ISIS buscó castigar a aquellos jóvenes que bailaban al son del grupo de rock, Eagles of Death Metal, al compás de lo que Osama bin Laden, el fundador de Al Qaeda Central, llamaba la flauta del diablo. “Estaban reunidos centenares de idólatras en una fiesta permanente”, justificaron los terroristas en su reivindicación.
Este lunes, el suicida quería castigar a los niños y niñas que asistían al “desvergonzado concierto”, a los muchachos alegres y desinhibidos que representan lo mejor de nuestra libertad. Como a Fátima, quieren obligarlos a caminar por el camino recto que solo conduce al club del odio, la esclavitud y la maldad.
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