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¿Cuándo se acaba una democracia?

La “contrarrevolución” ideológica lanzada en Hungría y Polonia pone en evidencia la impotencia de Europa para atajar desmanes y excesos políticos que desafían al sistema

Cristina Galindo
Orbán, en una conferencia de prensa en octubre.
Orbán, en una conferencia de prensa en octubre.László Balogh (Reuters)

La democracia es la expresión más fidedigna de la voluntad de un pueblo. Elecciones, imperio de la ley y separación de poderes, tres pilares pensados para garantizar el equilibrio de un sistema en tensión constante. Pero, ¿qué pasa cuando la mayoría de los ciudadanos apoya a dirigentes que van contra esos valores democráticos? ¿Qué sucede cuando un Gobierno elegido legítimamente en las urnas limita las atribuciones del poder judicial, cambia la ley electoral para su beneficio y convierte sin disimulo los medios de comunicación en un arma propagandística? Aunque convoque comicios cada cierto tiempo, ¿sigue siendo democrático un país que refuerza sistemáticamente su influencia sobre los resortes del poder?

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Establecer el momento exacto en que una democracia deja de serlo no resulta fácil. El punto de inflexión está claro cuando hay una súbita inundación, un tsunami como un golpe de Estado o una guerra que precipite los acontecimientos, o cuando se encarcela a disidentes. Detectar el peligroso cambio cuando el agua cae gota a gota es más complicado: sin destruir violentamente el sistema la reducción de libertades se produce paulatinamente, y los cambios no tienen por qué apreciarse de forma inmediata.

La democracia se deteriora en el siglo XXI, no solo en África o Asia, sino también en EE UU y Europa. El año pasado fue el 11º consecutivo de retroceso de las libertades, según un índice de Freedom House, que mide el nivel de transparencia de los procesos electorales, el pluralismo político, la libertad de expresión y la independencia judicial, entre otros factores. Esta semana la organización publicó un informe en el que denuncia en particular “una espectacular erosión de la democracia” en Hungría y Polonia, que atribuye al auge del populismo y el nacionalismo.

El sistema democrático representativo predominante en Occidente —basado en los principios de libertad individual, defensa de los derechos humanos, separación de poderes, Estado de derecho y economía de mercado— atraviesa una época turbulenta en el Este de Europa. “Vivimos en un contexto general de transformación política que cuestiona el modelo liberal y la globalización, y se rebela contra las élites”, destaca en su despacho de la ciudad vieja de Varsovia el politólogo Aleksander Smolar, presidente de la Fundación Batory, un grupo de estudios que defiende la democracia en Polonia. “Entonces surgen regímenes que, ante el temor que producen los rápidos cambios que vivimos, explotan el sueño nostálgico del pasado”, añade. Cita a Mark Lilla, de la Universidad de Columbia, que en The Shipwrecked Mind (2016) analiza las razones detrás de “esta era reaccionaria”.

En esta corriente se engloba la “contrarrevolución cultural” que propugnan los Gobiernos de Víktor Orbán en Hungría y Beata Szydlo en Polonia (dirigido en la sombra por el ex primer ministro Jaroslaw Kaczynski). Su apuesta ideológica, con una fuerte carga nacionalista y populista, defiende la recuperación de un pasado idealizado y glorioso (como la exaltación de la Gran Hungría), una vuelta a la soberanía nacional por encima de la UE. Estos mandatarios son enemigos declarados del liberalismo, una doctrina que, tras caer el fascismo y el comunismo, se impuso como la norma en 1989 (unas veces más liberal; otras más socialdemócrata).

La nueva ley que fuerza el cierre de la Universidad Centroeuropea fundada en Budapest por Soros muestra la perversión legal tan habitual

Países clave en el establecimiento de la democracia en el Este, Polonia y Hungría están hoy en el ojo del huracán por su deriva autoritaria. La crisis ha puesto en evidencia las limitaciones de la UE para velar por los estándares democráticos entre sus miembros. “No es que Kaczynski y Orbán no sean demócratas, sino que más bien son unos jacobinos. Todavía faltan elementos para emitir un juicio, hay muchos riesgos a la vista, pero soy optimista porque, en el caso de Polonia al menos, la sociedad civil se ha levantado”, opina Smolar.

Representan una nueva forma de gobernar que, según señalaba la historiadora Anne Applebaum en una reciente columna en The Washington Post, “no encaja con lo que entendemos como democracia liberal, pero tampoco puede decirse que sea una dictadura, aunque puede ciertamente acabar ahí, como ha pasado en Turquía o Rusia”.

Que los valores democráticos sean vapuleados en Moscú, Ankara o Caracas no sorprende tanto como que se cuestionen dentro de la UE, por muy jóvenes y frágiles que sean las instituciones polacas y húngaras, por mucho que estos países no hayan vivido en el pasado largos periodos democráticos. Desde que iniciaron esta etapa actual en el poder (Orbán en 2010 y Kaczynski en 2015), Hungría y Polonia han lanzado controvertidas reformas de las leyes, han atacado a los medios de comunicación y a las ONG extranjeras (el poder las percibe como una injerencia). Estas medidas, según la mayoría de los expertos consultados, han hecho mella en los controles y equilibrios propios de una democracia.

¿Son países pre-Trump? ¿Kaczynski y Orbán son la avanzadilla, los primeros integrantes de un nuevo club que está redefiniendo la democracia desde el poder y cuestiona el consenso liberal? “Es una corriente similar a la que ha llevado a Donald Trump a la Casa Blanca o que ha hecho posible el Brexit”, opina Jacek Kucharczyk, presidente del Instituto de Asuntos Públicos, un think tank independiente de Varsovia. “A diario leo cosas que están sucediendo en EE UU que me recuerdan a algo que ya ha pasado aquí hace medio año, un año…”, afirma. Los Gobiernos coinciden en su proteccionismo y en presentarse como los enemigos de un establishment corrupto representante de un sistema que ha dejado de lado a la gente corriente.

Partidarios del Gobierno polaco reivindican los valores católicos al paso de una manifestación proeuropea, en Varsovia en mayo de 2016.
Partidarios del Gobierno polaco reivindican los valores católicos al paso de una manifestación proeuropea, en Varsovia en mayo de 2016.Wojtek Radwanski (Getty)

Uno de sus objetivos son las élites disidentes. Sentado frente a su almuerzo en la cafetería de la Universidad Centroeuropea (CEU, en inglés) de Budapest donde da clases, András Bozoki señala que la democracia húngara empezó a convertirse en “una autocracia moderna” en 2014, en el inicio de la segunda legislatura de Orbán. “Tuvimos unas elecciones libres entonces, pero injustas. No hay una prensa libre de verdad, ni un juego político justo”, explica. Pocos días después de esta entrevista la pervivencia de la CEU quedó en suspenso: el martes pasado el Parlamento aprobó una ley que obliga a las universidades extranjeras a tener un campus en su país de origen, lo que en principio condena al cierre a la CEU, que no tiene sede en EE UU. El Gobierno por su parte trata de dar visos de legalidad a esta iniciativa que, en realidad, parece hecha a medida para zafarse de la CEU, único centro extranjero en esta situación. El controvertido episodio es una muestra de la perversión legal tan habitual en Hungría.

Fundada en 1991 con el nacimiento de la democracia por el financiero y filántropo de origen húngaro George Soros, la CEU es un símbolo de la educación liberal-progresista que el Gobierno desprecia. “Las organizaciones de Soros que operan en Hungría y en todo el mundo son espías pseudo-civiles, y nos hemos comprometido a eliminar este tipo de actividad”, proclamó antes de aprobar la polémica medida el ministro de Recursos Humanos, Zoltán Balog. El rector de la CEU, el historiador canadiense Michael Ignatieff, ha anunciado una campaña internacional para convencer a Orbán de que debe rectificar. Miembros de la Eurocámara han pedido que se retire la ley, que tampoco ha gustado en principio a la Comisión Europea.

Lo cierto es que el capital extranjero produce recelo tanto en Hungría como en Polonia. En este último país se prepara una ley para limitar el porcentaje de propiedad de accionistas extranjeros en los medios de comunicación privados (en los públicos el Gobierno polaco ya puede nombrar y destituir a los presidentes de la radio y la televisión). En Hungría, la prensa es solo “parcialmente libre”, según Freedom House, que coloca en el mismo escalafón a Italia, Rumanía o Grecia.

‘Revolución iliberal’

Los principios. El primer ministro de Hungría, Víktor Orbán, dijo en 2014 que está construyendo un "Estado iliberal" que tiene "un acercamiento diferente, especial, nacional", basado en el principio de reciprocidad —no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan— en lugar de en la libertad individual. El objetivo es asegurar "la competitividad" en un mercado global, como hacen China y Rusia.

Definición. Aunque para Orbán la 'revolución iliberal' tiene una connotación positiva —que también se escucha en Polonia— el término fue acuñado en los noventa por el periodista Fareed Zakaria para describir democracias de baja calidad, sistemas débiles en los que el ejecutivo acapara poder.

El principal objeto de acoso ha sido el poder judicial. En Polonia se ha puesto en marcha una reforma en el Tribunal Constitucional que eleva los requisitos para dictar sentencias y ralentiza los procesos, y también se ha cuestionado la legalidad en el nombramiento de tres jueces. “El Constitucional estuvo paralizado el año pasado, y aún no funciona adecuadamente. Esto significa que la mayoría parlamentaria puede aprobar leyes que infringen la Constitución polaca”, aclara Ewa Letowska, primera Defensora del Pueblo de la historia de Polonia (1988-1992) y magistrada del Constitucional (2002-2011). En la UE comparten esta misma opinión: la Comisión de Venecia, órgano consultivo del Consejo de Europa, advirtió el año pasado que esas reformas vulneran los estándares democráticos europeos o no se ajustan a la Constitución polaca (el Gobierno no puede reformarla porque carece de la mayoría suficiente).

Surge entonces la acuciante duda de qué debe hacer la UE en caso de que sus miembros minen los valores fundacionales de la Unión, más aún cuando estos países reciben miles de millones de euros en fondos y disfrutan de la protección de la OTAN. Ante la falta de mecanismos punitivos, la Comisión Europea ha intentado ser un poco más creativa. En 2014 este órgano puso en marcha un mecanismo que permite, en diferentes fases, negociar con el país afectado antes de activar una sanción radical: el artículo 7 del Tratado que suspende el derecho de voto en el Consejo Europeo, máximo órgano de decisión.

Este procedimiento se aplicó por primera vez en 2016 a Polonia a cuenta de sus reformas con el Constitucional. Sin embargo, su efectividad es dudosa. No ha habido sanciones hasta ahora, solo advertencias, y Varsovia se resiste a aceptar cambios. “No creo que las instituciones comunitarias puedan conseguir mucho con acciones directas”, opina Letowska. “No espero que activen la artillería pesada, es decir, el artículo 7; lo que sería deseable es que se apoye a la sociedad civil, ahora bajo presión”.

En cualquier caso las reglas establecen que solo se puede suspender el derecho de voto de un miembro de la UE por unanimidad de los Estados. “Polonia y Hungría se defenderán el uno al otro ante cualquier presión exterior contra su contrarrevolución cultural”, opina Adam Balcer, del think tank Wise Europa y autor del reciente estudio Beneath the surface of illiberalism. The recurring temptation of 'national democracy' in Poland and Hungary with lessons for Europe. “Orbán está poniendo en marcha en Hungría una versión blanda del estilo de gobernanza de Rusia, adaptada en cierto grado a la UE, y Polonia está importando el know-how húngaro”. También de Wise Europea, Pawel Zerka añade que, en cuanto a las instituciones extranjeras, “intentan deslegitimar y poner límites a su funcionamiento”.

¿Kaczynski y Orbán son los primeros integrantes de un nuevo club, al que se ha sumado Trump, y que redefine la democracia desde el poder?

Y también, evidentemente, hay voces defensoras de las reformas dentro esos mismos países. Para el politólogo Jacek Czaputowicz, hasta hace poco profesor en la Universidad de Varsovia y ahora director de la Academia Diplomática del Ministerio de Exteriores polaco, las medidas del Gobierno “son una expresión de la democracia” y la UE no va a sancionar a Polonia porque “no hay motivos para ello”. Piensa que la UE “crea la atmósfera de que la democracia está en peligro por interés político” y añade que Bruselas se sentía más cómoda con el anterior Ejecutivo, de la Plataforma Cívica, el partido de Donald Tusk, el actual presidente del Consejo Europeo, que no es visto con buenos ojos por la formación de Kaczynski. La crisis en el Constitucional, asegura, la abrió el anterior Gobierno al nombrar también a jueces de forma irregular.

“¿Qué puede hacer la UE? No ha hecho realmente nada hasta ahora. Existen unas reglas políticas, Orbán sabe cómo funcionan y las usa en su propio beneficio. Vota con el PP europeo y este partido no quiere perder su apoyo”, opina András Bozoki. Y el primer ministro húngaro, dicen, es famoso por criticar en casa lo que apoya en Bruselas. Un buen ejemplo: días de después de celebrar, a finales de marzo, el 60ª aniversario de la UE con los líderes comunitarios en Roma, acaba de lanzar entre los hogares húngaros la campaña "¡Paremos a Bruselas!".

“Los valores de la UE están en contradicción con los intereses políticos de Polonia y Hungría”, dice Bálint Magyar, líder opositor durante el comunismo y después ministro socialista. Y no se trata solo de la exclusión de las minorías y el endurecimiento de la política de asilo, sino también de la reinterpretación de la historia. Bálint considera que Bruselas transige con Hungría porque “es el caballo de Troya de Vladímir Putin en la UE” y no interesa que aumente su influencia. Budapest, dice, es el mejor aliado de Moscú en la Unión y Putin ha visitado varias veces Budapest.

Orbán ganó las elecciones en 2010 con una mayoría absoluta que le permitió ajustar la Carta Magna a su medida (cinco veces la reformó en un año y medio). Esto le ha permitido, según sus críticos, dar una apariencia de legalidad a muchas de sus iniciativas. Budapest ha mermado las competencias del Constitucional: ha prohibido al tribunal pronunciarse sobre sobre las leyes relacionadas con el Presupuesto y ha limitado los casos en que los ciudadanos pueden recurrir al organismo.

Lech Walesa, primer presidente democrático de Polonia, durante las protestas anticomunistas en los astilleros de Gdansk en los ochenta.
Lech Walesa, primer presidente democrático de Polonia, durante las protestas anticomunistas en los astilleros de Gdansk en los ochenta.Reuters

En Budapest, desde el Centro para los Derechos Fundamentales, vinculado al partido del primer ministro, Miklós Szánthó, su director, intenta rebatir las críticas al Gobierno: “Se afirma que se ha reducido la proporcionalidad del sistema electoral, pero el corazón del sistema apenas ha cambiado”. Las restricciones al Constitucional, argumenta, son temporales y necesarias tras el colapso financiero de 2008. “Hay que poner límites al fundamentalismo en los derechos humanos”, remata en defensa de las duras políticas migratorias que ha impuesto Hungría.

Resulta difícil encontrar parcelas de la vida de los húngaros y de los polacos que no hayan sido modificadas o vayan a serlo. “Desde el punto de vista de la democracia entendida como la expresión de la voluntad de la mayoría de los votantes, los dos países lo son porque hay elecciones”, afirma el filósofo Ferenc Hörcher, de la Academia Húngara de las Ciencias. “En cuanto a la separación de poderes y el Estado de derecho, hay defectos. E incluso donde formalmente existen, no siempre se cumple el espíritu de la ley, porque este espíritu requiere automoderación”.

La democracia tiene muchas caras. Hay consenso entre los expertos en que Polonia y Hungría han empezado a ser otra cosa, con elementos autoritarios. No se vislumbra el desenlace, pero es inevitable echar la vista atrás en busca de precedentes y respuestas. En el mundo académico se calienta el debate sobre los paralelismos entre el momento presente y el periodo de entreguerras, algo que Smolar considera exagerado.

Pero hay similitudes: “Estamos ante una tendencia comparable”, advertía recientemente Adam Michnik, editor jefe del periódico polaco Gazeta Wyborcza, en Madrid invitado por la Fundación Carlos de Amberes. “Resurge el nacionalismo y el odio hacia el otro; estos son sentimientos muy claros, mientras que la democracia es gris, porque es de todos, de listos y tontos, de fuertes y de débiles. El único sistema que tolera a sus enemigos”. Ahí radican su fuerza y su debilidad.

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Sobre la firma

Cristina Galindo
Es periodista de la sección de Economía. Ha trabajado anteriormente en Internacional y los suplementos Domingo e Ideas.

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