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Tribuna
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El gobierno de la muchedumbre (Plazoleta San Francisco, Popayán)

Lo que ocurrió aquí el fin de semana, en plena tragedia de Mocoa, no fue una protesta de los perseguidos ni de los marginados, sino de los poderosos

Ricardo Silva Romero

Dice la Defensoría del Pueblo que los miembros de 337 organizaciones sociales colombianas están bajo peligro de muerte: desde el 1 de enero de 2016 hasta el 5 de marzo de 2017 fueron asesinados 156 defensores de los derechos humanos en 23 departamentos de Colombia. Pero la marcha del sábado 1 de abril no fue una marcha de la resistencia, no, no fue el grito vagabundo de una minoría que desafía el exterminio, sino el lanzamiento de la campaña presidencial de una oposición que lleva años portándose como un país enemigo: por ejemplo, en el departamento del Cauca, en la centenaria ciudad de Popayán, en la plazoleta del santuario de san Francisco, los manifestantes no se reunieron a protestar por los asesinatos de 44 líderes sociales caucanos, sino a culpar al gobierno de todo lo que los enfurece.

Si digo que la marcha fue un acto de campaña es por eso: porque, convocados por líderes cínicos e inescrupulosos de la ultraderecha, 50.000 colombianos hastiados salieron en la mañana del sábado a ejercer su derecho a protestar contra la corrupción, contra el gobierno, contra los acuerdos de paz, contra la reforma tributaria, contra todo lo que amenace la familia tradicional, contra... Si insisto en que fue una jugada de campaña, diseñada para sulfurar a los descorazonados, es porque no se trató de una muestra de coraje ciudadano, pero sobre todo porque entre los líderes que digo estaban el expresidente que ha visto a doce de sus colaboradores ser condenados por corrupción, el exprocurador que fue destituido por comprar su reelección, y el exsicario de Pablo Escobar, Popeye, que vive escandalizado por el estado de las cosas: vale la pena ver la fotografía en la que este asesino de 300 levanta el brazo en señal de triunfo, en plena marcha, vitoreado por los demás indignados del 1 de abril.

Vale la pena oír la entrevista infame de esa mañana en la que el senador Cabrales, de esa oposición, asegura que detrás de la avalancha que acabó con 254 vidas en Mocoa, Putumayo –una catástrofe que deja mudo–, no estarían tres ríos crecidos, sino las Farc.

Si yo fuera un extranjero de aquellos que piensan que África es un país gigantesco, y viera las imágenes de la manifestación en algún noticiero, seguro caería en la trampa: sentiría cierta compasión de paso por ese pobre lugar tercermundista regido por algún déspota de bigote. Pero pierda usted cuidado, amigo extranjero, que Venezuela es el país de al lado: lo que ocurrió aquí el fin de semana, en plena tragedia de Mocoa, no fue una protesta de los perseguidos ni de los marginados, sino de los poderosos: una jugada maestra de esos falsos próceres de siempre –defensores de la Colombia feudal que teme a Dios, a la mujer, a la homosexualidad– empeñados en reducir a la ciudadanía a una muchedumbre que confunda democracia con comunismo; a una muchedumbre que jure por la Virgen que esto está a punto de volverse Venezuela.

Pierda usted cuidado, señor extranjero, que aquí no hay una dictadura, sino apenas un gobierno semejante a los anteriores –un gobierno bueno y regular y malo– que ha sido notable en cuestiones de paz.

No es una resistencia a un régimen despiadado lo que ha estado pasando aquí en Colombia, no. Se trata simplemente de un nuevo intento –de tiempos del populismo de derecha de Donald J. Trump– de imponernos a sombrerazos la viejísima oclocracia: el gobierno de la muchedumbre, el gobierno de la gritería y la lapidación y el abucheo, el gobierno de una turba enfurecida con el establecimiento, una turba que no tiene tiempo para darse cuenta de que –detrás de la más peligrosa de las máscaras: detrás de “la voluntad de la mayoría”– encarna en últimas los intereses de unos cuantos. Ojalá que el truco falle.

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