Brasil, la República Federativa de la purpurina
El Carnaval une por unos días a todas las clases sociales de un país enormemente desigual. Y el maquillaje que todos comparten es uno de sus nuevos símbolos
Iris tiene 30 años y unos seis colores en la cara: dorado, plateado, azul, rosa, verde y un manchón rojo en la mejilla izquierda. Es verdad que entre los cientos de miles de personas que bailan este atardecer de domingo en la plaza del Largo da Batata, en una de las muchas celebraciones previas al Carnaval brasileño que se extienden por la ciudad de São Paulo, hay gente con más purpurina en el cuerpo, pero al menos Iris sabe de dónde viene cada tono: “El dorado y el plateado me los puse antes de venir, mira”. Y abre su bolso: tiene varios botes de esos colores. “Antes le he pedido a no sé qué chica con máscara de unicornio que me prestara estos otros”. Se señala el manchurrón rojo: “Y esto me lo ha hecho él”. Apunta a un hombre enorme sin camiseta, con pinta de llevar varios tragos de más, que tiene un bote de purpurina en gel en una mano; con la otra, intenta pintar a las chicas que le gustan para llamar su atención. Ellas huyen al tacto, él se ríe. Es una estampa cada vez más común en el Carnaval brasileño, que cada año se celebra más y más por todo el país, incluso en ciudades con tan poca tradición como São Paulo. Por un lado, los hombres borrachos que intentan tocar a mujeres; pero, sobre todo la purpurina. Mucha, mucha purpurina.
"Estos días el pijo sale a bailar con el habitante de la favela; la purpurina nos hace un poco más iguales"
La purpurina se pone alrededor de los ojos o en la frente o en la barba si se es hombre. La purpurina te la ponen tus amigos, de los mismos colores que ellos, para identificarte con el grupo; también te la colocan desconocidos, que inician conversaciones ofreciendo el dedo pintado de un color para quien quiera poner la cara, como en un rito. La purpurina, como la fogosidad en estas fiestas, se le pega al que no la trae de casa. Hoy un joven mulato tiene los morros llenos de ella: del mismo tono que el elaborado diseño que lleva en la cara la chica que se está comiendo a besos. Hay bebés negros con purpurina y borrachos blancos con purpurina. Abuelos con purpurina. Turistas. En un país tan inabarcable y segregado como Brasil, de gente tan rica y tanta gente pobre, donde a veces lo único que tiene en común un extremo con el otro es el idioma portugués, la purpurina ha devenido en un rasgo universal de las cientos de miles de comparsas (blocos, los llaman aquí) con las que cada barrio caldea el ambiente hacia la gran fiesta nacional: el Carnaval. “En estos días es cuando el pijo de Leblon [zona de clase alta de Rio de Janeiro] sale a bailar con el pobre de la favela: la purpurina nos hace un poco más iguales”, sopesa Danielo, blanco, de 29 años. Su disfraz es una sirena. Tiene el cuerpo cubierto de purpurina plateada.
Estas cifras no siempre fueron tan grandes, empezando por las de las celebraciones. En los últimos años, el Carnaval ha empezado a cobrar fuerza en las ciudades que generalmente solo lo veían por televisión. En la São Paulo, tradicionalmente una ciudad de negocios, el sábado anterior al Carnaval el Ayuntamiento esperaba unas 250.000 personas en los 60 blocos. Acabaron contando 750.000. “La situación salió un poco de nuestro control”, admitieron las autoridades locales. Para cuando acabe el Carnaval, São Paulo habrá celebrado 495 blocos, un 60% más que el año pasado.
Y este renacer ha venido acompañado del fervor de la purpurina, algo que, como ocurre con otras tantas devociones brasileñas, tiene un origen incierto y un alcance difícil de cuantificar. Según cálculos de Google Brasil para este artículo, las búsquedas sobre este tema suben un 37% en cuanto llega febrero, sobre todo en las ciudades costeras, tradicionalmente más carnavalescas. La empresa Colormake, una de las mayores productoras de maquillaje artístico del país, reconoce que la demanda ha sido estos meses de enero y febrero “notablemente” mayor que en las mismas fechas en 2015. “No sé por qué se ha convertido en una moda. Antes la purpurina se veía en solo los blocos de modernos, pero ahora es algo ya casi oficial. En 2016 fue cuando ya advertidos que había un boom”, explica Naiara Candido, publicista de Pernambuco, en la costa noroeste de Brasil, que en octubre dejó su trabajo en una agencia para vender purpurina. Solo en Recife, una ciudad de cuatro millones de habitantes que celebra uno de los carnavales más tradicionales, ha vendido 130 kilos en los últimos meses. También gracias al infalible sentido de la oportunidad brasileño, desde 2015 es posible ver en los blocos de Río de Janeiro estilistas de purpurina, aficionados que, por tres reales (algo menos de un euro), maquillan a los que se sienten menos capaces.
“En São Paulo podríamos tener estilistas de esos", suspira Lais, una mujer que acaba de invertir su hora de la comida en someterse al trance de comprar purpurina días antes de Carnaval en una de las tiendas Abracadabra, del zoco comercial paulistano Rua 25 de Março. Si hay un lugar del mundo que delata las prisas con las que se ha puesto de moda la purpurina son estos laberintos de máscaras de plástico, pelucas fosforitas y diademas brillantes. Están divididos en secciones: allí la que vende disfraces de niño, aquí la de confeti y papel, más allá, detrás de la muralla de personas agolpadas sobre el mostrador, la que intenta suministrar purpurina a un centenar de clientes. “El follón empezó la segunda semana de febrero”, admite la dependienta, sin dejar de almacenar pedidos en el mostrador. Las compras son bastante parecidas: varios botes de 3,5 gramos de un solo color especial (púrpura, blanco o naranja) por 3,50 reales (poco más de un euro) y un paquete de 10 botes de colores básicos (rojo, azul, verde…) por 14,20 reales (algo más de cuatro euros). Leonardo, de 25 años, se ha dejado 50 reales (15 euros) en botes. El color que más se lleva este año es el púrpura. Lais no lo ha incluido entre el alijo de 30 reales que guarda en la bolsa, pero este es su tercer intento de comprar aquí: no es muy exquisita. Leonardo, de 25 años, se lleva 50 euros. “Voy hasta las cejas de purpurina”, admite, algo culpable. “Pero no es Carnaval si no brillas”.
El bloco donde participa Iris brilla. Aún queda un último rayo de sol que se está reflejando en las caras de una niña y su madre, en la espalda descubierta de un tremendo hombre con sobrepeso, en la camiseta de la pobre desafortunada que acaba de pasar al lado del borracho del gel de purpurina rojo. Gente sin nada en común salvo la forma en la que se ofrecen sus botes de 3,5 gramos de purpurina especial a desconocidos. Menos Rafael, de unos 29 años, calvo y grande como un armario, que ya se ha alejado del barullo. Ha ido hacia su coche, unas calles más lejos, ha sacado una toalla roja y está frotándose la cara. “No quiero tener ni un poco de purpurina cuando entre en el coche. Ese demonio de cosa se pega a todo, voy a estar sacando purpurina del asiento hasta abril”, gruñe. Tira la toalla al suelo. Está brillante e inservible. “Ahora empieza la época en que entras en una reunión y al cabo de una hora alguien te hace un gesto de que tienes purpurina en una ceja”.
Danilo la sirena, Iris la de los seis colores, Leonardo el de los 50 reales, todos han contado exactamente esa misma anécdota. Algunos sonríen, enternecidos por la complicidad de ese gesto, aliviados de que cuando el Carnaval pase, y el rico vuelva con los ricos y el pobre con los pobres, y se encuentren en una oficina, aún quede un resquicio brillante y descarado, de que durante un rato se sintieron iguales.
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