Una Casa Blanca solo para los elegidos
Trump convierte su club Mar-a-Lago en una sede paralela donde dirige EE UU entre millonarios
Las crónicas de la vida de Donald Trump en la Casa Blanca lo describen como un león enjaulado, fuera de hábitat, retirándose a sus aposentos al anochecer para escrutar lo que dicen de él en la televisión, solo y en bata. Pero el fin de semana el presidente sale de Washington y vuelve a brillar bajo el sol de Florida.
Tras un mes en el poder, todo el mundo conoce ya su mansión y club de élite Mar-a-Lago como la Casa Blanca de Invierno. Trump ha pasado allí los últimos tres fines de semana y está convirtiendo su lujoso complejo para ricos en una sede paralela de gestión de los asuntos públicos de Estados Unidos con acceso exclusivo para sus invitados y los multimillonarios del club. Con una extensión de siete hectáreas al borde del mar, Mar-a-Lago, cuyo valor se estima en 100 millones de dólares, se presenta en su página web como un oasis que "brinda los privilegios más elevados y "un estilo de vida reservado a una minoría selecta".
Al presidente le gusta contar la anécdota del día en que recibió en su mansión al principe Carlos de Inglaterra y le dijo: "Creo que usted es la única persona que conozco que tiene una casa más bonita que esta", refiriéndose al palacio de Buckingham, a lo que el heredero de la corona británica, siempre según palabras del orgulloso Trump, habría respondido: "Bien, no estoy tan seguro de eso".
El pasado fin de semana Trump mandó traer a su mansión a cuatro aspirantes a consejero de Seguridad Nacional, los entrevistó y el lunes, antes de regresar a Washington, presentó allí al elegido, el general H. R. McMaster. El fin de semana anterior llevó de invitado a Shinzo Abe, el primer ministro japonés. El sábado jugaron al golf durante el día y por la noche, sorprendidos por un ensayo balístico de Corea del Norte, Trump realizó su gabinete de crisis con Abe sentados a una mesa del patio, con los clientes del club maravillados cenando a su lado. De ahí salieron a dar una rueda de prensa. Finalizada, el presidente pasó por el Gran Salón de Baile a felicitar a una pareja que estaba celebrando su boda. Lejos de Washington, olvidando por un rato los misiles de Kim Jong Un, el león, feliz en su hábitat, cogió el micrófono y bromeó: “Ellos han sido miembros del club durante mucho tiempo y me han pagado una fortuna”. Carcajadas en Mar-a-Lago.
Todo es más relajado en la mansión, donde los privilegiados socios pueden toparse de repente con Jared Kushner, el poderoso yerno de Trump, disfrutando de un helado o a su turbio jefe de estrategia Stephen Bannon merodeando al aire libre. Pero eso tiene un precio: 200.000 dólares de inscripción –duplicada después de que el dueño ganase las elecciones– más 14.000 de cuota anual.
El límite de miembros está en 500 personas y no está lejos de cerrarse por el aumento del número de interesados ahora que Mar-a-Lago no es solo un paraíso entre palmeras con vistas al océano sino el centro del poder. The New York Times ha revelado su lista de integrantes, rebosante de ejecutivos como el magnate minero y petrolero William I. Koch, un financiador de la campaña de Trump y según el diario posible “beneficiario” del proyecto Keystone XL, el polémico oleoducto cuya construcción ha priorizado el presidente. Otro es Richard LeFrak, un promotor inmobiliario que relató que el pasado fin de semana Trump lo paró y le preguntó cuánto creía que podría costar el muro con México. "Pensé que tendrías a Seguridad Nacional ocupándose de esto", se extrañó LeFrak. "Bueno", terminó cavilante el presidente-anfitrión, avisándolo de que podría contactarlo el titular de ese departamento: "Quizás te llame el General Kelly".
Boyante en contacto con su gente en su palacio de estilo hispano-morisco de la Costa Dorada de Florida, el presidente combina reuniones con su gabinete sobre, por ejemplo, el futuro del sistema sanitario, llamadas a dignatarios de otras naciones o ataques al poder judicial a través de Twitter con salidas a jugar al golf, un pasatiempo por el que criticaba a su antecesor Barack Obama y que ahora no deja de disfrutar siempre a completo resguardo de las cámaras de los medios.
Trump ha dicho que tiene intención de estar “yendo y viniendo” entre Washington y su mansión. Si continúa así pulverizará los registros históricos de excursiones presidenciales, aunque los gastos que acarrea podrían obligarlo a refrenarse. Se calcula que sus viajes a Mar-a-Lago han supuesto en un mes unos 11 millones de dólares, casi el promedio anual que empleaba Obama.
Con todo, no será fácil que el presidente se aleje demasiado de su joya de la corona, de su placentero entorno natural, de su estética de techos dorados, tejas cubanas, azulejos españoles, alfombras orientales y tapices flamencos del siglo XVI; ni de su ecosistema social, de los suyos, gente que lo adora tanto como la socia Toni Holt Kramer, fundadora de su club femenino de fans, una dama de melena rubio platino y gusto por los estampados felinos que ha dicho: “Si EE UU funcionase como Mar-a-Lago, seríamos el pueblo más dichoso del mundo”.
De la gran señora al huracán de Manhattan
Mar-a-Lago fue construida entre 1924 y 1927 por Marjorie Merriweather Post, heredera del imperio del cereal General Foods, que plasmó en su testamento que a su muerte la mansión debía ser donada al Gobierno para que sirviese de residencia de invierno de los presidentes de Estados Unidos. Fallecida en 1973, la administración acabó considerando demasiado costoso su cuidado y se la devolvió a la familia. En 1985 vendieron la propiedad a un precio bajo a una piraña de los negocios que sacó sus artimañas y negoció duro hasta doblarles la mano: el huracán dorado de Manhattan, Donald J. Trump. Tal vez Merriweather Post, una patricia cultivada y de gustos refinados, hubiera imaginado otra clase de destinatario. Pero su voluntad póstuma se ha visto cumplida. Hoy Mar-a-Lago es, como deseó, la Casa Blanca de Invierno.
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