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MIEDO A LA LIBERTAD
Columna
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El césar Trump

Ver cómo arremete contra los jueces no solo acaba con su figura, también con la confianza en EE UU

Talleyrand nos enseñó que “todo lo exagerado es insignificante”. Pero independientemente de lo exagerado del personaje y de lo acertado de la frase del estadista francés, Donald Trump es un peligro.

A riesgo de aburrir a la galaxia volviendo a hablar del 45º presidente de Estados Unidos, más allá de las consecuencias letales para la humanidad y más allá de lo que significa un personaje tan estrafalario disparando indiscriminadamente y usando las redes sociales como sistema de gobierno, es evidente que su llegada al poder no puede analizarse sin tener en cuenta el fracaso de sus oponentes.

Bastaba con observar cómo le fue a Jeb Bush durante las primarias en el Partido Republicano para entender que, independientemente de la mala candidatura de Hillary Clinton, que minimizó el peso de ser mujer y acabó erigiéndose en la defensora de los políticos profesionales y su red de intereses y bastardías, era muy difícil que la demócrata ganara.

Al final, ganó Trump porque la clase política en un mundo que entendíamos como democrático, fracasó. Ganó Trump porque no se desarrolló a tiempo ninguna política para restituir la esperanza y la fe colectiva que fuera capaz de purgar el sistema y castigar a los culpables de la mayor orgía especulativa y el mayor ciclo de empobrecimiento global que significó la crisis de 2008.

Si revisamos la historia podemos recordar que la Gran Depresión del 29, pese a que muchos afectados se arrojaran por las ventanas, hizo que se adoptaran medidas legales que penalizaron a algunos culpables, generando los cambios estructurales que el país necesitaba para recuperar la confianza pública.

El entonces presidente Franklin D. Roosevelt no solo hizo carreteras, limpió bosques y reformó bancos sino que, además, desempedró el camino, buscó culpables y cambió el imperio del Norte para recuperar la esperanza en el proceso democrático. Todo eso sucedió en la época convulsa de los años treinta ante el advenimiento del fascismo y del comunismo.

Trump ya está en el poder, pero la Constitución de EE UU —porque, pese a todo, ese país sigue siendo la República por excelencia—, la separación de poderes y el respeto pueden matizar las consecuencias de llevar al poder a un hombre que no sabe la diferencia entre ser elegido como presidente de la primera potencia mundial y comprar una empresa.

Trump está provocando un sinfín de daños colaterales, pero uno de los peores es el hecho de mantener abierta la herida siempre sangrante de la relación entre México y Estados Unidos. Porque desde 1848, en lo que Abraham Lincoln denominó como la guerra más inmoral, los mexicanos nacen con un gen antigringo. El Tratado de Libre Comercio (TLC) ha sido un gran factor de eliminación de la desconfianza histórica después de que México presenciara una y otra vez cómo la corrupción de sus gobernantes convertía su territorio en el lugar ideal para el libertinaje del vecino del Norte.

Son tiempos difíciles porque no hay un proyecto de futuro claro para nadie, pero aún podría darse un milagro entre los colaboradores de Trump para que el mundo de los intereses se sobreponga al de las emociones.

La clase política global debe ser consciente de que Trump es un fenómeno creado por la incapacidad política para luchar contra la corrupción y de la necesidad de demostrar que traicionar, arruinar y destruir la economía del planeta no puede ser un fin subvencionado con dinero público y perdonado de manera impune.

Entre todas las víctimas del inicio de la era Trump, la más difícil de restituir es la garantía de la seguridad jurídica. Ver a Trump arremeter —como si fuera un gobernante que desconoce la historia de Estados Unidos y la fuerza del equilibrio entre las instituciones— contra el poder judicial hoy, y seguramente contra el Capitolio mañana, no solo acaba con su figura presidencial, sino que pone de manifiesto que Estados Unidos ha dejado de ser un país en el que se pueda confiar.

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