Presidencia Trump
El síntoma consumado, no la causa, de la polarización
Asumió Donald Trump nomás y ahora es el 45to. presidente de Estados Unidos. La solemnidad de la ceremonia invitaba a pensar que se trataba de una transición más, como tantas antes. El peso de lo institucional era el de siempre; el protocolo, idéntico. La amabilidad entre adversarios políticos sugería otro capítulo del ritual americano por excelencia: la transferencia pacífica del poder. Y Trump sería, finalmente, “presidencial”.
Pero ello solo hasta que tomó el micrófono. La llovizna se hizo más gruesa, como queriendo ponerse a tono con las palabras. Pues no fue más de lo mismo. El propio Trump lo hizo bien explícito: “No es una transferencia de poder de un presidente a otro. Ni siquiera de un partido a otro. Estamos transfiriendo el poder de Washington DC y devolviéndoselo a ustedes, el pueblo”.
Fue otro discurso de campaña, como tantos, pero aún más sombrío. Ahora eran palabras pronunciadas desde el poder. No fue un discurso celebratorio, como era la costumbre. Ni mucho menos. Describió un país mezcla de la Gran Depresión y la Segunda Guerra, y además como si en esa guerra dicho país hubiera sido derrotado. Habló de “reconstruir nuestro país”, en un país con el récord histórico de 75 meses consecutivos de creación de empleo. Y advirtió que “esta masacre americana termina aquí y ahora”.
No fue el líder de todos, ese que busca reparar y cicatrizar heridas. Si la idea de “nación” es a menudo retratada por la romántica metáfora de una familia extendida, el líder es por definición una figura parental. Pero nótese: Obama era el padre redentor, ese de las palabras cálidas y la palmada en el hombro. George W. Bush era el padre simple, el ferviente creyente portador del conservadurismo compasivo, como él mismo decía. Trump es el padre severo y, a menudo, injusto.
No hubo empatía en sus palabras, nunca la hay, menos aún compasión. A veces sonaba amenazador, por momentos cruel. Trump es el padre tirano. Es ese que construye la realidad a su gusto, reprocha con arbitrariedad y luego castiga, un castigo solo puede ser injusto. Hubo un elemento de violencia en su discurso: reconstrucción, masacre, una nación explotada y olvidada por las elites.
Tal vez sea la violencia latente que emana de una nación profundamente dividida, división de la cual Trump es consecuencia. Por ello debe ser visto como síntoma, nunca como causa, y jamás como pionero del radicalismo conservador sino como su repetidor más exitoso. De hecho, el “Trumpismo” es solo una versión acentuada de una tendencia que comenzó mucho antes de 2016.
No debe olvidarse que fue a partir de los ochenta cuando el conservadurismo religioso comenzó a hacerse de las riendas del partido Republicano, hasta entonces un partido pragmático y secular. Fue a mediados de los noventa cuando la llamada “revolución conservadora” de Newt Gingrich en el Congreso desfinanció y paralizó al gobierno, una intransigencia que terminó con su propia carrera política.
Fue en este siglo que surgió el Partido del Té, facción con un fuerte conservadurismo fiscal, pero atrincherada en la Cámara de Representantes y protegida por la reconfiguración de los distritos; el gerrymandering que los perpetúa en sus curules, a propósito de la elite de Washington. Y fue en 2010—tampoco debe olvidarse—cuando la gobernadora Republicana de Arizona, Jan Brewer, pasó su propia legislación de control inmigratorio, iniciativa que fue a parar a la Corte Suprema debido a que la política migratoria es prerrogativa del gobierno federal.
Así fue como el partido de Lincoln perdió su propio centro de gravedad. Los Demócratas no lo tienen mejor, sin embargo. La fisura entre Clinton y Sanders resulto ser más profunda de lo que se pensaba, a pesar de haber resuelto el conflicto con un acuerdo en la convención. Lo cual ocurrió solo en la superestructura, evidentemente, y solo en apariencia. Ocurre que Clinton obtuvo seis millones de votos menos que Obama y perdió más votos en el colegio electoral que Trump.
Es el sistema político en su conjunto que ha perdido su centro de gravedad y aquí llega un presidente centrífugo, jamás centrípeto. Se verá si aprende del pasado, de tantos lideres radicales que bajaron así como subieron. Se verá si sus políticas son más moderadas que sus palabras, si su estrategia es más centrista que varios de los miembros de su gabinete, y si podrá ganarse la confianza del partido de gobierno, el partido Republicano. No es impensable una coalición legislativa pragmática, resistente al radicalismo que se enuncia desde el Ejecutivo.
Trump ya no es candidato, ahora es presidente. La parte más difícil de su increíble historia comienza recién ahora.
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