La droga siempre gana en Colombia (Puerta del Sol, Madrid)
Sería mejor despenalizarla, sería mejor aceptar la droga
Primero que todo la conclusión: sería mejor despenalizar la droga; sería mejor aceptar la droga, como el trago o el tabaco o la gaseosa, a seguir perdiendo el tiempo de todos en la cacería de los campesinos que siembran la coca; daría algo semejante a un alivio –que a fin de cuentas vivir es hallar un paliativo– librarse de la prohibición que ha vuelto a Colombia una selva minada, librarse de un temerario e invencible negocio clandestino que engendra hampones megalómanos que hablan de refundar la patria, gobernantes hipócritas que llaman “socio” a Estados Unidos, patrones bestiales con sangre entre las uñas, funcionarios corruptos que andan por ahí quejándose de la corrupción, políticos expertos en manchar narcotraficantes, adultos incapaces de serlo, evasores de impuestos, víctimas. Sería mucho mejor despenalizarla. Pero no: la droga siempre gana.
Y es omnipresente. Según el diario El Tiempo, que parte de cifras tanto del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de Naciones Unidas como de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, puede ser que hoy haya 130.000 hectáreas de coca en Colombia. Se espera erradicar 100.000, en 2017, con las Farc como aliado. Y se sueña con que el general Oscar Naranjo, que reemplazará en la vicepresidencia al candidato presidencial Germán Vargas Lleras, ponga en su sitio a los matones que asedian la implementación de los acuerdos: Naranjo, prestigioso hijo de la fallida “Guerra contra las drogas”, fue condenado a muerte por Pablo Escobar en agosto de 1989, “por llevar a Estados Unidos el primer extraditado por vía administrativa”, pero en 1993 participó en el operativo en el que cayó la estrella de la serie Narcos.
Por supuesto, Colombia, como cualquier país del mundo, es mucho más que su inútil lucha contra las drogas: bienvenido, señor extranjero, señor colombiano, a la Colombia que usted quiera. Pero seguiremos teniendo vicepresidentes enlodados por esbirros por haber derrotado a los capos de su época, seguiremos invirtiendo billones sin fin en la erradicación de cultivos de coca –y lo anunciaremos en los titulares de la prensa local, y será como limpiar el polvo de hoy–, y seguiremos respondiendo preguntas sobre Pablo Escobar de aquí a la eternidad, como si fuera un vecino famoso –nota al pie: nada como ser un sociópata si el objeto de una vida es su fama–, mientras la prohibición siga multiplicando los bandoleros de balada y la violencia entre todos, y sigamos cayendo en la trampa de gritar que no sólo se da aquí el horror.
No debería haber perdido el tiempo la cancillería colombiana, como lo hizo en diciembre en plena gira por el Nobel de Paz, en pedirle tanto a la gerencia de Netflix como al ayuntamiento de Madrid que en nombre de nuestros “esfuerzos por pasar la página” fuera retirado de la Puerta del Sol ese cartel publicitario de Narcos –que su gracia tenía– en el que podía leerse “Oh, blanca Navidad”. Si la página no ha sido pasada. Si el país sigue dando los traficantes que demanda el negocio. Si el hijo de Pablo Escobar no sólo sigue viviendo de contar su versión de su padre, sino que se deshizo ya del seudónimo con el que sobrevivió a aquella mancha. Si Popeye, el sicario de Escobar que confesó 250 homicidios, está pensando en lanzarse al Senado. Si somos también esa Colombia. Y es hora de resignarse a que el mundo piense lo que quiera.
Sí, tenemos fanáticos a la carta, políticos nacionalistas de ultraderecha que usan la palabra “exterminio” sin asomos de culpa, funcionarios corruptos sobornados por Odebrecht para no quedarnos atrás de los demás gobiernos de la región, y narcos proverbiales como los ingleses tuvieron piratas: cualquiera diría que somos un país normal.
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