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EL FACTOR HUMANO
Columna
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Una farsa basada en una mentira

Cuando empieza la campaña electoral en Estados Unidos, la superpotencia se convierte en Macondo

Una máscara de Donald Trump y otra de Obama en una tienda de disfraces de halloween de Alabama, el 21 de octubre.
Una máscara de Donald Trump y otra de Obama en una tienda de disfraces de halloween de Alabama, el 21 de octubre. FREDERIC J. BROWN (AFP)

“La plaga de estos tiempos en los que los locos guían a los ciegos”.

El rey Lear, W. Shakespeare.

No solemos asociar el realismo mágico con los estadounidenses. Los vemos como gente práctica, literal en su pensamiento, cabezas duras; alemanes, como me dijo una vez un extranjero residente en Washington, que hablan inglés. El realismo mágico es territorio colombiano, patentado por Gabriel García Márquez, o argentino, perfeccionado por el peronismo. Pero empieza la campaña electoral para la presidencia de Estados Unidos y la superpotencia se convierte en Macondo. Todos —electorado, periodistas, políticos— suspenden la razón y sucumben a la fantasía de que el futuro habitante de las Casa Blanca poseerá poderes milagrosos.

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Los candidatos prometen día tras día que si ganan las elecciones van a dinamizar la economía, crear empleos, mejorar la salud de la población, reducir la criminalidad, recuperar la grandeza, construir muros de 3.200 kilómetros y, día tras día, todos los demás eligen creérselo, olvidando que hay pocos presidentes de Gobierno en el mundo cuya autoridad sobre lo que ocurre en la política nacional esté más coartada.

Como para no aguar la fiesta, no interrumpir el show, todos se acoplan al mito de la omnipotencia presidencial, todos eligen olvidar que cuando los padres fundadores de EE UU redactaron la Constitución se esforzaron para evitar que un hombre —o, lo que no se podrían haber imaginado, una mujer— pudiese imponer su voluntad sobre la república como si fuera un rey medieval, o un dictador. Para eso le concedieron al Congreso el poder de neutralizar los impulsos presidenciales; por eso los ocho años de Barack Obama en el Ejecutivo se han caracterizado por la parálisis legislativa. Ni hablar, por supuesto, de los poderes que se reparten en la Corte Suprema, en las 50 legislaturas estatales, en los municipios y, en cuanto al destino de la economía, en factores que ningún individuo puede controlar como el precio de las materias primas, las decisiones de la gran banca, lo que ocurre en China.

Ahora, el poder de decisión que tiene el presidente sobre política internacional es otra cosa. George Washington, Thomas Jefferson, Benjamin Franklin y compañía entendieron que en caso de que EE UU sufriera una amenaza externa el Gobierno no se podría dar el lujo de sentarse a debatir durante meses en la Cámara de Representantes y en el Senado cuál sería la reacción apropiada. El margen de maniobra del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas estadounidenses es mucho mayor fuera que dentro de las fronteras de su país. Tomemos como ejemplo el caso de las negociaciones nucleares con Irán, o el de la apertura a Cuba, que Obama pudo llevar adelante sin prestar mucha atención a los chillidos de los congresistas republicanos.

Todo esto ni se menciona en la campaña electoral actual entre Hillary Clinton y Donald Trump; y, lo cual es más absurdo aún, apenas se menciona la política internacional. Los candidatos calculan, correctamente, que las elecciones no se van a ganar o perder en función de cómo pretenden actuar en Alepo, la Habana o Pyongyang. El hecho de que el futuro presidente o presidenta tendrá en sus manos la opción de incidir de manera más decisiva en las vidas de los habitantes de Alepo que en las de los de Louisville, Kentucky, no cruza las mentes del 99% del electorado. Mucho menos que la decisión presidencial sobre cómo involucrarse, o no, en la guerra Siria afectaría a los cientos de millones de ciudadanos de Oriente Próximo y Europa.

Entonces a la mezcla de ingenuidad, estupidez y xenofobia que inspira a aquellos que van a votar a Donald Trump se agrega una colosal irresponsabilidad planetaria. Los menos insensatos partidarios del magnate neoyorquino en lugares pobres como West Virginia le explican a los reporteros de EL PAÍS y otros medios que, como mantienen poca esperanza de prosperar, no hay nada que perder con poner a un bufón en la Casa Blanca. Lo cual tiene como premisa irreal la noción de que un Papá Noel presidente tenga la capacidad de mejorar sus condiciones de vida. O sea, cero lógica, y menos aún si se tiene en cuenta que en el caso de que Trump llegase a la presidencia del Congreso lo mantendrá encerrado durante cuatro años en una camisa de fuerza.

Una camisa de fuerza de la que solo se podrá escapar, eso sí, cuando le toque decidir sobre la política internacional de su país. Ahí estará libre para conspirar con un dictador de verdad, su admirado Vladímir Putin, y destruir el poco orden internacional que queda, por ejemplo, bombardeando Siria hasta devolverla a la edad de piedra o dando luz verde a que Japón y Corea del Sur (idea que Trump ya ha propuesto) obtengan armas nucleares.

Todo lo cual nos conduce a la gran aberración de las elecciones presidenciales que se llevan a cabo cada cuatro años en la gran democracia estadounidense: que nos son democráticas. Para que lo fueran tendrían que tener el derecho a votar no solo los estadounidenses sino todos los demás habitantes de la tierra; quizá los de EE UU son los que menos derecho deberían tener a votar ya que, relativamente hablando, su presidente ejerce como figura real simbólica dentro de su país y como dictador plenipotenciario fuera. Ya que jamás verá la luz la tan deseable reforma electoral, mencionar la hipótesis es otra forma de insistir en que el espectáculo de las elecciones estadounidenses que tanto nos cautiva es una farsa basada en una mentira.

En el caso de las actuales elecciones, el resultado probablemente se decidirá en contra de Trump debido a las revelaciones del último mes sobre sus adolescentes actitudes sexuales. Si no hubiera sido por eso, Trump estaría igualado hoy con Clinton en las encuestas. Para el grueso del electorado el hecho de que Clinton, como persona manifiestamente inteligente y ex secretaria de Estado, sea una experta en relaciones internacionales y que Trump sea un bruto narcisista incapaz de señalar Siria en un mapa, es irrelevante.

Si fuera la trama de una de esas novelas mágicas latinoamericanas sería divertido; como se trata del mundo real, es para llorar.

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