“Pelead hasta la última gota de sangre. ¡Adelante!”
Los mandos ‘peshmerga’ arengan a sus soldados al toparse con una resistencia feroz del ISIS en el frente de Bashiqa, a kilómetros de Mosul
En la trinchera nadie quiere asomar la cabeza por si se la vuelan. Los francotiradores del Estado Islámico apuntan con sus rifles hacia aquí esperando a que alguien se deje ver, como los patos que se asoman de repente en las barracas de tiro. Pero toca avanzar, y alguien tiene que ser el primero. “¡Vamos, es la hora!”, grita en medio del estruendo alguien al mando. Los jóvenes que esta noche durmieron poco porque estaban ansiosos, chateando con las madres y las novias, son los primeros en dar el paso y se lanzan al ataque a bordo de camionetas con la radio a toda pastilla. Escuchando música tecno, se les ve perderse en una nube de arena. La batalla ha comenzado.
Los peshmergas kurdos que luchan para arrebatar Mosul al Estado islámico (ISIS por sus siglas en inglés) llevan en pie desde antes del amanecer. Se levantaron a las cinco, desayunaron pan con huevos duros y rezaron en unos barracones iluminados con bombillas de bajo voltaje. Formados en columna militar marcharon hacia la ciudad de Bashiqa, a 14 kilómetros de Mosul, el último bastión del califato en Irak. Las excavadoras y los tanques aplastaban lo que encontraban a su paso. Parecía una marcha triunfal, pero los kurdos se han encontrado con una resistencia feroz de los yihadistas. A los misiles tierra lanzados desde una colina y a los cincos bombardeos de la coalición internacional, el ISIS ha respondido con morteros y artillería. El día va a ser más largo de lo que parecía.
Desde las montañas se está realizando otra ofensiva, pero esta es la de tierra, la que debe entrar a la ciudad, la de los hombres que saben que van a morir pero aun así siguen adelante. En la trinchera más avanzada, abierta en medio de una estepa al oeste de la carretera principal, se han apostado más de 200 soldados. Cae un mortero a 20 metros y nadie parece muy preocupado. Parecen palos de ciego del enemigo, pero cuando caen otros dos, cada vez más cerca, la cosa cambia: "Sí, parece que están apuntando bien. Hay que moverse".
El suelo está plagado de explosivos caseros que el ISIS ha plantado mientras huía. A toda velocidad, una camioneta transporta a un soldado que ha perdido los dedos del pie. El compañero que iba a su lado tiene la cara llena de sangre y está aturdido. Se tambalea. Lo tantean buscándole una herida que no encuentran y lo obligan, de todos modos, a subirse a un vehículo y volver a la retaguardia. Lo hacen a la fuerza porque no quiere irse. “No, no”, grita, aunque nadie le hace caso. Para él todo ha terminado por hoy.
En la siguiente media hora llegan otros cuatro heridos, todos ellos combatientes de primera línea que habían logrado internarse en el poblado más cercano a Bashiqa, una sucesión de casitas infestadas de yihadistas que trataban de impedir el avance. El herido más grave es un joven peshmerga al que un francotirador le ha alcanzado en el estómago. Su evacuación es un caos. El coche que tiene que llevarlo al hospital se encuentra con otros dos que le bloquean. Hay tantos hombres tratando de cargarlo que se estorban unos a otros. El herido está pálido, con los ojos en blanco y le cuelgan los brazos y las piernas como a un muñeco de trapo. Pareciera que está muerto, pero otro combatiente es optimista: “A lo mejor es el shock, a veces te asustas tanto cuando te dan, que te pones blanco”.
En medio del caos y de la sensación de que las cosas no van del todo bien, emerge una figura del pasado. Ignorando la amenaza de los francotiradores, Abdulwahid Ramazan, veterano en Palestina, Irán y Kuwait, un viejo perro de guerra vestido como si acabara bajar de la montaña más remota, arenga en lo alto de una colina a los muchachos que se internan en la tormenta de arena en busca del enemigo: “Pelead hasta la última gota de sangre, el mundo nos está viendo luchar en esta guerra. ¡Adelante!”. Tras la letanía, con la cabeza entera sobre los hombros pese a que ha estado expuesto a la mirilla de un fusil, baja del montículo y comienza a rezar.
“El mundo nos está viendo luchar en esta guerra. ¡Adelante!”
Al principio parece solo un rumor. Los soldados lo comentan en voz baja pero un combatiente se lo dice a otro, la noticia llega a una oreja indiscreta y en diez minutos todos están hablando de que un comandante peshmerga, Mustafá Gulani, iba a bordo de un coche que ha saltado por los aires cuando entraba a esa villa previa a Bashiqa. Un rato después se confirma: sí, ha muerto.
Media hora antes, Gulani había llegado como un mariscal de campo al terreno, se había bajado del coche y había señalado el camino. El jefe delante, dando ejemplo. El caso es que no ha vuelto vivo, como otros ocho de sus hombres que murieron ayer en combate. Hoy será enterrado en su tierra, Sora, como a una hora de aquí.
El intercambio de artillería se recrudece. El ataque aéreo deja en los alrededores de Bashiqa columnas de humo alzándose sobre el cielo. Los campos de petróleo quemados vuelven todo más oscuro. Los peshmergas, pese a todo, han logrado arrebatarle unos cuantos kilómetros al Estado Islámico en este frente y creen que en dos días estarán preparados para recuperar Bashiqa. La ofensiva continúa.
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