La agonía del ‘Maestro’
Hacia la mitad del siglo pasado, un gran profesional podía saber todo lo que había que saber
Decía el director del Washington Post, Martin Baron, en el reciente festival Gabo de Medellín, que el tiempo de las lamentaciones y de guardar luto por las grandes transformaciones que el universo digital está imponiendo en el periodismo, ya había pasado. Pero pienso que eso no exime de constatar realidades que se están perdiendo: la muerte del Maestro, ese fulcrum de las mejores redacciones, del que muchos hemos aprendido más de lo que hoy sabemos.
A comienzos del siglo XVI Erasmo de Rotterdam podía acumular la totalidad del saber, filosofía, teología, literatura, ciencia, astrología de su tiempo. Era un gran sabio y el conocimiento existente era todavía abarcable en su totalidad por la mente humana. Las cosas han ido complicándose desde entonces, pero en el campo enjuto y conciso del periodismo todavía hacia la mitad del siglo pasado, un gran profesional —y yo he tenido la suerte de conocer a un par—, podía saber todo lo que había que saber sobre su profesión-oficio y, tanto si era consciente de ello como si no, lo transmitía a los que tenía a su alrededor. Ese era el Maestro, aquel profesor de periodismo que difundía, no ya conocimientos, sino que era él mismo esos conocimientos. Era una o la pieza esencial de esas redacciones.
El desdoblamiento, la prolongación digital del periodismo ha trastocado, sin embargo, las reglas del juego. Como si de repente a Erasmo le hubiera llegado lo que aún tardaría un par de siglos en aparecer, el pensamiento científico de Isaac Newton y, ulteriormente, ese explosivo siglo XIX, haría imposible la acumulación de sabiduría teórica y práctica en los tiempos del sabio neerlandés, y de igual forma el saber periodístico dejaría de contener todas las enseñanzas y todas las respuestas. Y eso es lo que ha ocurrido en el mundo del periodismo, preso hoy de la conflagración digital, de forma que en los últimos 20 años la dilatación del saber tecnológico exige cada día un mayor grado de especialización para su manejo. Y el Maestro difícilmente podía seguir el paso de esa expansión vertiginosa, porque no se trata tan solo de si puede abarcar o no todo lo necesario, sino de que los saberes de Internet son de multiforme y heterogénea naturaleza. El Maestro era un humanista, no un ingeniero de sistemas.
En pura teoría, el ser humano es capaz de atesorar ese neo-conocimiento tecnológico sin perder por ello todo lo anteriormente adquirido, la palabra, la técnica, el lead, las formas de titulación, que los periódicos no cuentan lo que sigue sino lo que deja de hacerlo, y las tres reglas básicas: todo lo que se publica en un periódico, impreso o digital, debe ser comprendido por cualquier lector con un conocimiento medio razonable del mundo que nos rodea; no dejar nunca cabos sueltos, es decir, que todo lo que se empieza a explicar se termina; y que el texto va soltando lastre a medida que avanza la narración, porque las repeticiones las carga el diablo. Pero la realidad es mucho más cruel que todo eso, porque lo natural es que muchos de sus jóvenes alumnos sepan desde el primer momento más que el profesor que se adentra en esa terra incognita, porque han nacido ya bajo el signo de la revolución digital.
¿Hay algún motivo para guardar luto por ese tiempo pasado que ya no volverá? Claro que no, pero eso tampoco sería razón para dejar de hacer balance de lo que ganamos y de lo que perdemos con la defunción del Maestro. ¿Sustituirlo por el número de Maestros que haga falta? ¿Dar rienda suelta a nuestra capacidad de autodidactas? lo que en Colombia llaman “periodistas empíricos”. No lo sé, pero entre las grandes transformaciones que nunca son para mal, sobre todo porque son y es inútil discutir con ellas, las hay de muy diversa condición, como hogaño el crecimiento vertiginoso del Francotirador o filibustero periodístico, de lo que espero tratar en un próximo artículo.
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