Uravan, los fantasmas de Hiroshima en el Oeste de Estados Unidos
El pueblo minero en Colorado que suministró uranio al 'Proyecto Manhattan' es hoy un terreno vallado e invisible
Los nombres en este rincón seco y montañoso del Estado de Colorado, en el Oeste de Estados Unidos, parecen sacados de una novela de ciencia ficción: Naturita, Nucla, Paradox. El más extraño es Uravan, una contracción de uranio y vanadio: los metales que se extraían de las minas de este pueblo que floreció durante la Segunda Guerra Mundial y cerró a mediados de los años ochenta.
Uravan puede verse como un pueblo manchado por su papel en la fabricación de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. O, al contrario, como el frente invisible: la trinchera en la que el esfuerzo de sus habitantes decidió la guerra. ¿Fueron héroes los mineros de Uravan? ¿O cómplices inconscientes de un crimen contra la humanidad?
No es sólo una discusión histórica, sino sobre el futuro. En 2013, la documentalista Suzan Beraza relató en Uranium Drive-In el desgarro que causó el proyecto de una nueva planta de uranio entre ecologistas y mineros. De un lado, los partidarios de preservar la naturaleza inmaculada y renunciar a la energía nuclear. Del otro, los trabajadores golpeados por las sucesivas crisis de la minería.
Hoy nadie vive en Uravan. Como si hubiese caído una bomba atómica, cualquier rastro de vida humana ha desparecido. Las casas, los muebles, los árboles se hicieron pedazos y quedaron sepultados para descontaminar la zona. Quien viaje por la carretera 141, en un valle entre rocas escarpadas, no se dará cuenta de que un día hubo un pueblo de 800 habitantes, con su escuela, sus calles arboladas y una piscina municipal.
Hiroshima y Uravan son dos reversos de la catástrofe. Como un castigo divino, Uravan sólo pervive en la memoria de algunos desterrados
Un cartel, junto a la carretera, explica por qué este lugar remoto —el McDonald’s más cercano está a dos horas en coche— fue central en la historia del siglo XX. De las minas de Uravan se extrajo parte del uranio de las bombas atómicas que Estados Unidos lanzó sobre Japón. Murieron 200.000 personas. El viernes Barack Obama será el primer presidente en visitar Hiroshima.
Hiroshima y Uravan son dos reversos de la catástrofe. Como en 2010 escribió en la revista The New Yorker Peter Hessler, entonces residente en Colorado y minucioso cronista de la región,“Hiroshima y Nagasaki son ciudades vivas de nuevo, pero el pueblo que ayudó a fabricar la bomba ha sido barrido completamente de la faz de la tierra”. Como un castigo divino, Uravan sólo pervive en la memoria de algunos desterrados.
Jane Thompson mira al valle desde una roca elevada. En paralelo a la carretera discurre el río San Miguel. Ella ve más: la ciudad invisible está allí. Creció en Uravan. Su padre y su suegro eran mineros. Su abuelo también. “Ahí estaba el supermercado y el centro recreativo. Dentro se hacía de todo: fiestas de Navidad, patinaje el viernes y el sábado por la noche”, dice.
Thompson nació en 1956, cuando el Proyecto Manhattan, que desarrolló las primeras bombas atómicas, había abandonado Uravan. Cuenta que su abuelo trabajó para el Proyecto Manhattan, aunque desconocía el uso que iba a darse al uranio que él extraía. “Mi abuelo no iba explicándolo. Aquella generación no hablaba de estas cosas, ni sacaba pecho”, dice. “Él no habría dañado a nadie y yo nunca me avergonzaría por lo que él hizo”.
El pueblo está rodeado por alambres de espinos. Hay carteles que avisan del peligro de radioactividad. El viento peina la vegetación baja de estas mesetas. No se ve ni un alma. Thompson conduce por caminos sin asfaltar. “Mira, allí vienen los cowboys”, dice. Se acercan una treintena de vacas y detrás dos cowboys a caballo que intentan controlar al ganado. Tierra de vaqueros y mineros.
Uravan es un lugar de memoria, el escenario incómodo y vacío de una trauma sin resolver. Y un ejemplo del abandono de la América rural, que se siente incomprendida por las ciudades
El cuñado de Thompson, Duane Johannsen, acampa junto al río, en una de las pocas zonas accesibles en Uravan. Johanssen y Thompson cuentan anécdotas de unos años que vivieron en California. Aquella vez que le preguntaron a Duane si, al haber trabajado con material radioactivo, de noche era luminoso. O aquella en que una peluquera dejó de cortarle el pelo a la hermana de Jane y esposa de Duane cuando se enteró de su procedencia. “La gente de ciudad es muy crédula”, dice Johannsen.
A los desterrados de Uravan les irrita el estigma que acompaña al pueblo. El abuelo de Thompson murió por cáncer de pulmón, pero no culpa al uranio. Las condiciones en la mina —en cualquier mina— y el hecho de que fumasen pudo contribuir. Para esta región con pocos recursos económicos, la bonanza del uranio fue una bendición. Duane tenía seis años cuando por primera vez bajó bajo tierra.
La región nunca se recuperó del cierre de las minas: los accidente en la centrales nucleares en Three Miles Island y Chernobil, y el fin de la Guerra Fría redujeron la demanda. Quienes sueñan con que las reabran tienen enfrente a ecologistas como Jennifer Thurston, directora de Inform, siglas inglesas de la Red de Información para la Minería Responsable. Thurston conoce como pocos los centenares de minas que salpican estas tierras agrestes. En su vieja camioneta guarda un casco y una linterna para entrar si hace falta.
“El valle es tan bello, y tan valioso para la agricultura y para el ocio, es tan espectacular que una fábrica de uranio lo arruinaría. Siento que debo preservar el lugar”, dice Thurston mientras acelera por la carretera que recorre la escenografía imponente de Paradox Valley, donde vive. La camioneta se encarama por el monte hasta llegar a una mina abandonada. ¿Acamparía aquí? “No, pero hay gente que lo hace”.
Uravan es un exotismo en Estados Unidos, pero también una historia muy común. Es la historia de un pueblo, o ciudad, asociado a una industria –en este caso una industrial subsidiada por el estado– y sometido a sus vaivenes: Detroit y el automóvil en una dimensión microscópica. También es un lugar de memoria, el escenario incómodo y vacío de una trauma sin resolver. Y un ejemplo del abandono de la América rural, que se siente incomprendida por las ciudades.
En Nucla, a 30 kilómetros de Uravan, se aprobó en 2013 una ordenanza municipal que obliga a cada hogar a tener un arma. Era un gesto de protesta contra los intentos en Washington de endurecer la regulación de las armas. Si ellos quieren prohibir las pistolas, razonaban, nosotros las haremos obligatorias. En el Oeste, las bombas de Hiroshima y Nagasaki son historia pretérita: el derecho a la primitiva pistola o al rifle de toda la vida es la batalla que nunca cesa.
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