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Columna
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¿Quién resucitará a Brasil?

La voz más autorizada y moderna no es la de los intelectuales rancios, sino la de una ciudadanía que ha despertado con los ojos puestos en lo mejor de su tradición para superarla

Juan Arias

A los ojos de un espectador imparcial, Brasil parece hoy más cercano a un Viernes de Pasión que a un Domingo de Resurrección. Más inclinado hacia el abismo del fracaso que hacia un inmediato rescate de confianza de su ciudadanía.

El gigante americano, campeón hasta ayer de grandes esperanzas planetarias, parece hundirse en la resignación y el miedo de un vacío democrático e institucional.

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Todo ello porque, en medio del caos de los escándalos de corrupción y la supuesta implicación de los mayores líderes políticos y empresariales, no se vislumbra quién podría aglutinar una nueva esperanza de superación de la crisis.

Y sin embargo, grandes filósofos y pensadores, como Hegel, ya habían teorizado en el pasado que los saltos históricos para mejorar una sociedad solo se dan tras poner en crisis un estatus desgastado o envejecido. Cada nueva síntesis, mejor que la anterior, debe pasar, según el filósofo alemán, por la prueba de una antítesis o superación del caos anterior.

Hasta el refranero popular recuerda que no existen pesimismos definitivos. “Dios escribe derecho con renglones torcidos”, dice uno de los refranes populares.

Entramos en la semana de Pasión y también de la Resurrección. El simbolismo cristiano de estas fechas apunta hacia la superación de la crucifixión con la luminosidad de la resurrección.

El simbolismo de rescate espiritual y social de la Pascua suele, en las sociedades modernas, quedar apagado por la fiesta profana.

Sin embargo, en una sociedad como la brasileña, en la que un 80% mantiene la fe y cultura cristiana (católica o evangélica) sigue vivo el rescoldo de que el impulso de la vida y de la resurrección de las dificultades y pruebas es más fuerte que el de muerte y el fracaso.

En los libros sagrados del primer cristianismo se recuerda que el romano Poncio Pilato preguntó a la multitud que exigía la crucifixión del profeta inconformista, fustigador de la corrupción e hipocresía política y religiosa de su tiempo, si no preferían cambiarlo por la del bandido Barrabás. La rabia de la turba prefirió que fuera crucificado el inocente Jesús, dejando libre al ladrón.

No sirvió de nada. La muerte injusta (“Yo no encuentro culpa alguna en este hombre”) del inocente acabó siendo fermento de cambio a través de los siglos.

Matar a los inocentes, por peligrosos que puedan parecer, acaba siendo mortal para cualquier poder tiránico.

Podríamos preguntarnos cómo hubiese sido la historia si aquella mañana los judíos hubiesen aceptado cambiar la pena de muerte del profeta inocente por la del bandido Barrabás.

Brasil vive un momento en que parece haber caído en las manos de los demonios, que por tradición bíblica simbolizan la división, la mentira y el engaño.

Es un momento de difícil transición donde las cartas de todas las barajas parecen enloquecidas. Los que no aceptan hacer parte de los hinchas de una u otra facción prefieren entender, sin dejar que se desborden las pasiones. Prefieren entender lo que está viviendo este país que no parece querer entregarse a la resignación de su fracaso, y saben que el rescate de la crisis no vendrá de ciertos intelectuales incapaces de deshacerse de la fascinación que los tentó en todos los fascismos.

Ni vendrá de los políticos que se enroscan en la defensa de su propia piel olvidándose que existen para servir a la sociedad con honradez y sagacidad.

No vendrá de los que han vendido su alma al demonio como en el clásico Fausto de Goethe. Y menos de los que el talento del genio de la literatura brasileña, Guimarães Rosa, superando la leyenda de Goethe, escribió que no solo han vendido su alma al diablo sino que “le prestan al diablo el alma de los otros” (Primeras Estórias).

Para entender lo que hoy bulle en la crisis brasileña habría que escuchar, más que a ciertos intelectuales que en el fondo desprecian la sabiduría de los simples, a la gran literatura que sabe como nadie que la realidad acaba superando a la más calenturienta fantasía.

Fue Guimarães, hace ahora más de medio siglo, quien mejor entendió la idiosincrasia de su pueblo, cuando escribía que “es más fácil obedecer que entender”.

El cantor del Grande Sertão decía que “para vivir y escribir no bastaba una sintaxis”. ¿Qué decir para pensar y realizar la política que hoy degrada y prostituye el lenguaje?

Ya entonces, el escritor retrataba a Brasil con estas palabras: "É isto, o senhor sabe: tudo incerto, tudo certo". E também: "Sertão é onde manda quem é forte com as astúcias. Deus mesmo, quando vier, que venha armado! E bala é um pedacinho de metal!".

El personaje del político Zé Bebelo, inventado o real, que quiso ser mejor que los otros y acabó hundido en el mismo lodo, sigue siendo actual medio siglo después. "Se o senhor não conheceu esse homem, deixou de certificar que qualidade de cabeça de gente a natureza dá, raro de vez em quando. Aquele queria saber tudo, dispor de tudo, poder tudo, tudo alterar. Não esbarrava quieto. Seguro já nasceu assim, zureta, arvoado, criatura de confusão. Trepava de ser o mais honesto de todos, ou o mais danado, no tremeluz, conforme as quantas. Soava no que falava, artes que falava, diferente na autoridade, mas com uma autoridade muito veloz".

Y también: "Sem menos, se entusiasmava com qual-me-quer, o que houvesse: choveu, louvava a chuva; trapo de minuto depois, prezava o sol. Gostava, com despropósito, de dar conselhos (...). – 'Vim de vez!' – disse, quando retornou de Goiás. O passado, para ele, era mesmo passado, não vogava. E, de si, parte de fraco não dava, nenhão, nunca".

No será posible, ni a los brasileños ni a los de fuera, entender lo que este país está viviendo, cómo parece que se han nublado las esperanzas de ayer, sin acudir a su gran riqueza literaria. Para saber lo que fue, de mejor y de peor, de atraso e iniquidad y también de forcejeo para dar un paso de resurrección hacia la modernidad. Sobre todo por parte de una sociedad que ha crecido, que quiere pensar más que pelear, y que hoy rechaza la ambigüedad de la identidad de sus viejos políticos.

Brasil quiere más, quiere algo nuevo y diferente. Hoy la voz más autorizada y moderna no es la de los intelectuales rancios, anclados en los clichés del pasado y en sus connubios con el poder de turno, sino la de una ciudadanía que ha despertado con los ojos puestos en lo mejor de su tradición para superarla, y con los sueños puestos en una democracia más madura y más de todos. Todo el resto, son los sueños y peligrosos espejismos de falsa grandeza del tragicómico Zé Bebelo de Guimarães.

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