Los últimos supervivientes del Parque Olímpico
Casi 50 familias resisten a la presión de tener que abandonar sus codiciadas casas
Desde las ventanas del flamante y espejado edificio destinado a la prensa nacional e internacional, que cubrirá el mayor evento deportivo del mundo en Río de Janeiro, se ve la casa de Francisco Marinho. Es una estructura de cemento y ladrillos de dos pisos, con algunas plantas en la puerta como única decoración. La casa está rodeada de lodo, pedazos de paredes, restos de azulejos, cables y charcos de agua llenos de mosquitos. El suministro de agua y luz falta con frecuencia y el correo ya ha dejado de llegar a su puerta. Era lo que le faltaba para vivir en tierra de nadie. Francisco, de 55 años, es uno de los últimos supervivientes de la Vila Autódromo, la favela que se ha transformado en el símbolo de las expropiaciones y la resistencia ciudadana frente al legado oficial de los Juegos Olímpicos, que tendrán lugar en la ciudad entre el 5 y el 21 de agosto. Hoy, mientras el 97% de las obras del Parque Olímpico ya están terminadas, la favela se encuentra prácticamente reducida a escombros, ya no hay iglesias, ni bares, ni tiendas, pero casi 50 familias todavía se resisten a salir de este pedacito de tierra embutido entre los estadios y la laguna de Jacarepaguá.
“No voy a salir. Es mi primera casa en propiedad. La construí con mis propias manos y las de mis hijos. Todos trabajamos mucho para levantarla. Me ofrecieron 900.000 reales (230.000 dólares) por ella y 600.000 (152.000 dólares) por la de mi hija, que está encima. Pero ¿dónde compraría una casa con ese dinero? Cerca de aquí es imposible”. Francisco está empeñado en quedarse (su casa es una de las pocas que no está en la lista de las que deben ser expropiadas) pero exige unas condiciones mínimas para poder vivir dignamente: sabe que la presión por mantenerse en ese escenario de guerra puede ser insoportable. “He hecho una propuesta altísima, por si no tengo más remedio que irme, pero no quiero sus millones. Lo que necesitamos es que se urbanice el barrio”, se queja Francisco que, desde hace 30 años, trabaja de portero en un edificio cercano a la favela.
En la entrada de la Vila Autódromo, el tráfico de camiones de las obras es intenso. Allí es donde el pasado miércoles se derribó la simbólica asociación de vecinos, donde se improvisó un restaurante para los obreros que ofrece un menú del día a 13 reales (3,3 dólares) y donde aparcan dos furgonetas de la Guardia Municipal con una decena de agentes durmiendo, aunque su misión sea, según ellos, la de “proteger las obras”.
A los vecinos no les gusta convivir con los guardias de la entrada. Son contra quienes se enfrentan siempre que una retroexcavadora avanza, en el silencio del amanecer, contra sus casas, y son ellos quienes los atacan con porras y bombas de efecto moral cuando pretenden impedir las demoliciones. La presencia de los guardias se interpreta, junto con los cortes de luz y de agua y el panorama de total desolación, como una medida de presión más para obligarlos a marcharse.
Ya han pasado dos años desde que los primeros vecinos empezaron a abandonar el barrio, entonces formado por cerca de 700 familias, y sus casas empezaron a demolirse dejando un rastro de escombros, casas mordidas y agujeros en el suelo. Cuando empezaron las negociaciones, en 2013, los vecinos presentaron un plan de urbanización para evitar que desapareciera el barrio, elaborado en colaboración con un equipo técnico de dos universidades de Río de Janeiro y premiado con el Urban Age Award, del Deutsche Bank y de la London School of Economics and Political Science. El Ayuntamiento lo ignoró y justificó las expropiaciones –compensadas con indemnizaciones o con apartamentos en un complejo de viviendas sociales cercano– con la necesidad de proteger ambientalmente la orilla de la laguna y de construir las vías de acceso al Parque Olímpico.
Sacar del papel aquel plan –que contemplaba también reubicar en el barrio a los vecinos que tuvieran que dejar sus casas para permitir las obras– habría costado cerca de 3,5 millones de dólares. El Ayuntamiento, que siempre afirmó que quien quisiera podría quedarse en el barrio, optó por las expropiaciones y ya se ha gastado, solo en indemnizaciones, 52,6 millones de dólares. Es casi lo que ha costado construir el Parque Acuático Olímpico, presupuestado en 55 millones de dólares.
Pero los conflictos de la Vila Autódromo no se terminan en Vila Autódromo. Sus antiguos vecinos, que viven hoy en un complejo de viviendas sociales adonde se envió a la mayoría de ellos, amenazan con denunciar al Ayuntamiento y organizar manifestaciones durante los Juegos Olímpicos. Dicen que se sienten engañados por el alcalde Eduardo Paes, que les vendió un sueño que no se ha cumplido. “Nadie quería irse. Solo aceptamos la propuesta porque hacía seis meses que no teníamos agua. Pero solo tuvieron suerte y consiguieron buenas indemnizaciones los que se enfrentaron a ellos [los políticos]”, se queja la auxiliar de mantenimiento Maria Aparecida Victor de Almeida, de 41 años. “Nos mintieron. Cuando el alcalde nos dijo que iríamos a una urbanización privada, donde el metro cuadrado está a 6.500 reales [1.600 dólares], muchos quisimos venir”, explica Carlos André dos Santos, que cambió su casa por uno de esos apartamentos en un edificio con una barbacoa y una modesta piscina para 900 familias. “Hoy me arrepiento. El material de construcción es tan malo, que al vecino de arriba se le cae una moneda al suelo y el de abajo sabe de qué valor es”.
Lo que sucederá con la Vila Autódromo tras los Juegos Olímpicos todavía está por ver. Los que resisten mantienen la esperanza de tener, finalmente, calles asfaltadas y alcantarillado, pero el fantasma inmobiliario no ha dejado de rondar el barrio. Carlos Carvalho, un constructor dueño de más de 10 millones de metros cuadrados de tierras en el barrio de Barra da Tijuca, la región donde se celebrarán las competiciones, dio una pista de cuáles eran sus planes para los alrededores de Vila Autódromo en una entrevista a la BBC en agosto del año pasado. En sus mapas, el barrio aparece como un área verde, frente a un enorme bloque de urbanizaciones de lujo que, dice él, empezarán a construirse en 2018.
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