El terremoto de todos los días
La detención del senador Delcídio do Amaral supone un grave aldabonazo en la conciencia de la sociedad
La crónica judicial lleva a los brasileños diariamente de susto en susto, de incredulidad en incredulidad. La detención por primera vez, y respaldada por el Supremo, de un importante miembro del Senado de la República como Delcídio do Amaral, una pieza clave del gobierno y del Partido de los Trabajadores, junto con la del banquero, André Esteves, símbolo del sector más sofisticado y moderno de la banca, ha supuesto un grave aldabonazo en la conciencia de la sociedad desorientada y amedrentada al descubrir que existen “organizaciones criminales” dentro del corazón del Estado.
Brasil está viviendo, en efecto, un momento crítico y grave, difícil de definir y de contar dentro y fuera del país. Es una mezcla de terremoto político, cuyo epicentro se halla en los fundamentos mismos de la República, y de esquizofrenia que impide a la sociedad entender si está viviendo en la realidad o en lo imaginario.
Un país que festejaba hace solo dos o tres años una ascensión económica y social inéditas, envidia de países desarrollados y que llegó a soñar con sentarse en la mesa de los que dirigen los destinos del mundo, vive hoy una especie de espejismo. Es como si de repente se hubiera despertado de un sueño para tocar con la mano que la realidad cruda y desnuda es muy diferente. Brasil está gravemente enfermo políticamente.
Y como en el simbolismo de la esquizofrenia, la sociedad se pregunta si la clase política vive en la realidad, o si se ha perdido en el marasmo de sus propias alucinaciones e ilegalidades.
La detención del senador Amaral, que fue una de las figuras que se había distinguido por su sentido crítico en la ya famosa CPI de los Correos, y que llegó a conquistarse por ello el aplauso de la calle, es más significativa y grave si cabe por la trama que estaba tejiendo en la sombra de la ilegalidad según las duras palabras del magistrado Mello, del Supremo: “El contexto que emerge del caso revela un hecho gravísimo: la captura del Estado y de las instituciones del gobierno por una organización criminal”.
Del santuario del Senado, que debería representar el alma y la conciencia de los Estados de Brasil, y del templo laico de la banca más sofisticada, simbolizada en el joven Esteves, que encarnaba, el sueño de los brasileños aspirantes a millonarios, surgen acusaciones de formación de una cuadrilla del crimen.
¿No deberá ello sonar a un ataque de esquizofrenia a los ciudadanos honrados, que aman este país, que se sacrifican para hacerlo crecer y amar fuera de sus fronteras?
Ya hay quién se pregunta si con estas dos detenciones simbólicas y reveladoras el tumor político es más grave de lo que se imaginaba, si se habrá o no llegado al fondo del pozo de las responsabilidades que la sociedad tiene el derecho de exigir.
Los analistas brasileños e internacionales se cansan cada día en afirmar que la crisis que agita a este país continente es mucho política que económica. Pero los brasileños están sufriendo en su carne, empezando por los más débiles, una crisis económica engendrada en la corrupción de la clase política que aparece actuar a espaldas de la sociedad.
Una clase política enredada cada día más en un ovillo de ilegalidades y traiciones inconfesables que va ensanchando el abismo abierto entre el Brasil real y el político, el Brasil que tiene todo para poder crecer y el que va carcomiendo y debilitando los fundamentos de la República, sin que se vislumbre en el horizonte una salida a la catástrofe.
En medio a esa incredulidad ante los desmanes que cada día aparecen más cercanos al corazón mismo del poder, existe un peligro y una esperanza. El peligro es que la sociedad pierda su capacidad de reacción y renuncie a defender la república y sus instituciones democráticas, reforzando así la codicia de los corruptos. La esperanza es que el lodo de la ilegalidad política que paraliza a un país dinámico como Brasil llegue a tal punto de gravedad que la realidad de las cosas se imponga y fuerce un cambio que devuelva la ilusión perdida y haga justicia a los brasileños que, hoy avergonzados, no desisten de soñar días mejores para ellos y, sobre todo, para sus hijos.
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