Dos noches tristes
En Iguala se mezclaron las acciones de policías, narcotraficantes y políticos locales
La noche triste es un concepto antiguo, cerrado. Me evoca a Cortés llorando en un ahuehuete la derrota de sus tropas por los ejércitos de Moctezuma. Es un momento relevante de la compleja construcción nacional mexicana. Negación-aceptación de la conquista, aceptación-negación de los indios. Ver al conquistador derrotado, huyendo, es tal vez el último momento antes de la producción del mestizaje, del nacimiento de un algo nuevo que forma, que duele y terminó por imponerse. Para quienes fuimos educados con intencionalidad nacionalista, hablar de la noche triste significa. En el recuerdo infantil, sugiere la posibilidad de haber sido nosotros mismos, sin dominación. Constructores de un algo distinto. Los años, las lecturas, la marcha misma de las cosas, borraron la simpleza de las lecciones recibidas, pero no la imagen del poderoso llorando, aislado, huido. Llamar a unos hechos tristes es común. Rodearlos en la idea de una noche y llamar al conjunto así, noche triste, lo es menos.
Este nombre parecía asignado a un tiempo y lugar particulares y remotos. Tal vez constitutivos. Generaciones pasaron que no reasignamos significados. Para lo lamentable, lo doloroso, lo ingrato, acuñamos o usamos otras expresiones. No es que no hayamos tenido otras noches tristísimas. Sólo que se les llamó por ellas mismas, por los lugares en que los hechos se realizaron, por quienes en ellas intervinieron, por algo definitorio propio.
La noche triste que está en mis recuerdos es la de un poderoso hombre llorando en un árbol que, en su etimología náhuatl, nunca envejece
Los tiempos cambian y los hechos no quedan más contenidos con las adjetivaciones comunes. Al repetir y repetir que algo es grave, gravísimo, inédito, o que no tiene precedentes, las palabras han perdido fuerza. La magnitud se relativizó. El parámetro para contrastar las cosas una y otra vez, dejó de tener sentido. Las imágenes de lo sucedido, la narración de lo pasado, lo dicho y repetido, termina por decir poco. Todo se hace costumbre. La cotidianeidad se impone. Cada cual está más en lo suyo, cada vez más reducido, suponiéndose así más seguro. Las frases adjetivadas no dan cuenta del dolor, de la frustración, del temor fundado. Los hechos han quedado sometidos a las palabras, a esas que dicen poco. La salida del marasmo, de la confusión, del embotamiento, tiene que darse por la reapropiación de lo que alguna vez tuvo un sentido grande, fundacional. Significar a unos hechos como noche triste tiene importancia. Hacerlo desde una posición generacional de denuncia y compromiso, es una señal de rompimiento, de búsqueda de sentido propio, de seriedad.
La noche más triste es el título del libro que Esteban Illades acaba de publicar (Grijalbo) para dar cuenta de los hechos de Ayotzinapa. Tristemente visibles, la desaparición de 43 personas y la muerte de 6 más. Más profundamente, la gran cantidad de hechos aparentemente aislados que permitieron unas y otras: la dominación política y social que mantiene pobreza y marginación, la corrupción e incompetencia de las autoridades, la connivencia de los particulares que participan y se benefician de la corrupción, la desesperanza acumulada. La puntual y documentada narración de los hechos de la noche del 26-27 de septiembre de 2014, para Esteban “la más triste”, alumbra dos ámbitos diferenciados y unificados. En ese tiempo y en el espacio de Iguala y sus alrededores, las acciones concretas de narcotraficantes, policías y políticos locales. La saña, la organización mafiosa, la mezcla de papeles. Más allá de ese tiempo y lugar, la lógica construida por muchos antes y entonces, para matar y desaparecer rivales, opositores, posibles contrincantes, de autoridades, narcos y otros más.
La noche triste que está en mis recuerdos es la de un poderoso hombre llorando en un árbol que, en su hermosa etimología náhuatl, nunca envejece. En la confusa narrativa nacionalista de mi educación primaria, hubo justicia en la derrota del invasor. La noche triste de Esteban es diferente. Es la de 49 personas destruidas por delincuentes creados o solapados desde el Estado. En ello no hay posibilidad alguna de justicia. Es la más evidente ausencia de ella. Su noche, desde luego, es más triste. Con ella debemos comprometernos.
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