Una política exterior de mitos y leyendas
Es hora que el Gobierno cubano comience a rendir cuentas, en la Isla y alrededor del mundo
El mismo día que Cuba y Estados Unidos inauguraban sus respectivas embajadas, en este ya histórico 20 de julio, llegaban a San Salvador los participantes de la reunión de la Comunidad de las Democracias, ONG internacional basada en Varsovia. Invitados por la Cancillería salvadoreña, a cargo de la logística del evento, allí arribaron 16 ciudadanos cubanos. Cinco fueron recibidos con gran pompa oficial, los partidarios del gobierno de Castro. Los otros once, opositores, fueron retenidos en el aeropuerto por las autoridades migratorias, maltratados y expulsados a Panamá. Todo ello para luego ser readmitidos, una vez que el abuso se hizo público.
Algo similar ocurrió en abril pasado cuando miembros de la sociedad civil fueron retenidos en el aeropuerto al llegar a Panamá para participar en la Cumbre de las Américas. Estos hechos se inscriben en un curioso patrón: la desproporcionada capacidad de la política exterior cubana para influenciar a otros Estados. Nótese además, en la misma línea, el crucial papel cubano en Venezuela y, de manera más reciente, su posición estratégica frente a Colombia por ser el anfitrión de las conversaciones con las FARC.
Ahora y siempre, las economías más grandes y los ejércitos más poderosos han dominado el tablero internacional
Desproporcionada capacidad, esto es, según la teoría clásica de las relaciones internacionales, para la cual el sistema funciona en base al poder estructural de los Estados. El orden mundial es producto de las asimetrías entre ellos y la política exterior refleja sus desiguales recursos materiales y militares. Ahora y siempre, las economías más grandes y los ejércitos más poderosos han dominado el tablero internacional. La influencia de Cuba en la región, entonces, país pequeño, relativamente aislado y con una limitada infraestructura militar, constituye una anomalía.
No lo es tanto, sin embargo, para otras lecturas que destacan no solo los recursos de un Estado, sino especialmente las normas y valores que proyecta y que definen su identidad. Por ejemplo, Costa Rica es influyente por su agenda normativa, su permanente rol como promotor de la paz y el diálogo en América Central. Los países escandinavos otro tanto, pioneros en la tradición de neutralidad, intervención humanitaria y resolución de conflicto.
La influencia de Cuba en la región, país pequeño, relativamente aislado y con una limitada infraestructura militar, constituye una anomalía
Esto nos acerca a Cuba pero hay que afinar el argumento. No son exactamente normas o valores lo más singular de la política exterior cubana, sino la hipocresía de su relato. El gobierno predica su compromiso con la salud pública mundial, por ejemplo, pero los médicos cubanos por el mundo, explotados, son en realidad una renta monopólica para el Estado. El ejemplo ilustra uno de los tantos mitos y leyendas con los que Cuba ha diseñado su política exterior en el tiempo, los que a su vez dan forma a una enredada narrativa con la cual ha sido escuchada y venerada, sino obedecida, en la región. Ello aún hasta hoy.
Es el mito de aquella pequeña nación revolucionaria que resistió la agresión del imperialismo, mito que tuvo resonancia en una región donde la política exterior de Estados Unidos estuvo plagada de inexplicables sinsentidos a lo largo de la historia. No hay más que pensar en tantos dictadores aliados convertidos en enemigos de la noche a la mañana: los Noriega, los Somoza, los Pinochet y tantos otros.
No son exactamente normas o valores lo más singular de la política exterior cubana, sino la hipocresía de su relato
Es también el mito de Sierra Maestra, santuario de peregrinos que jamás vieron descender a aquel hombre nuevo, solo existente en la tinta de Guevara. Es la leyenda de la canción revolucionaria, esa de las guitarreadas entre amigos con la que Cuba escribió el relato oficial de la izquierda latinoamericana —aun cuando algún prócer de su propia trova fue perseguido por disentir— al mismo tiempo que logró cautivar a una intelectualidad bien estalinista, incapaz de aceptar aquello que se desviara un milímetro de su dogma.
Es partes iguales el mito y la leyenda de haber resistido la Guerra Fría, guerra que Estados Unidos libró en el hemisferio con formidable brutalidad mientras exceptuaba a Cuba, debe recordarse, protegida por el acuerdo de 1962 con la Unión Soviética. Piénsese en la ironía y el absurdo de aquella historia, real o imaginaria, según la cual Salvador Allende murió combatiendo con la AK47 obsequiada por Fidel Castro, arma que este, a su vez, jamás necesitó usar en Cuba una vez llegado al poder.
Es la leyenda del bloqueo, de la siempre inminente invasión que al final no ocurrió, de los derechos de los pueblos latinoamericanos, al mismo tiempo que se violan los derechos del pueblo cubano. Es el mito de la lucha contra el imperialismo yankee y sus cómplices dictaduras fascistas —la de Pinochet— mientras hacían negocios con otras dictaduras fascistas —la de Videla— obedeciendo órdenes de otro imperialismo, el de Moscú.
Todo esto porque en base a mitos y leyendas Cuba ha hecho una política exterior tan exitosa, que hasta ha logrado subcontratar el trabajo sucio, como en Panamá en abril y en El Salvador esta misma semana. Es tiempo que el gobierno cubano comience a rendir cuentas, en la Isla y alrededor del mundo. Ahora es un país normal, tiene embajada en Washington como todos los demás. Si viola derechos en su territorio se sabrá y si lo hace afuera será igual de inaceptable, sean los Castro o quien actúe de brazo ejecutor.
La izquierda latinoamericana, por su parte, ha pasado varias generaciones luchando para lograr la independencia del imperialismo yankee. Para ser creíble, ahora le toca hacerlo del cubano.
Twitter @hectorschamis
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.