Coloquio de jardín a jardín
Se pide a Alemania que sea el motor de Europa, pero si asume dicha función se le acusa de querer imponer su hegemonía
Ocurre que en ocasiones Meier y yo trabajamos al mismo tiempo en nuestros respectivos jardines, que son contiguos. La valla que los separa nos llega al pecho. Y él en su lado y yo en el mío, entablamos conversación. No bien le revelo que tengo previsto escribir este artículo, sacude la cabeza en ostensible señal de preocupación. Señor Aramburu, me dice, usted no ignora que se ha puesto de moda entre las naciones del sur de Europa vilipendiar a Alemania. En algunos periódicos han aparecido la canciller y el ministro de Finanzas con bigote hitleriano. ¿Se propone usted contribuir a dicha campaña de descrédito con su escrito?
Para empezar, le respondo, a mí no me parece que un país consista en sus gobernantes, tampoco en un puñado de tópicos. Un país lo integran sus paisajes, su historia pasada y presente, sus niños, sus deportistas, sus escritores, sus tranvías y mucho más, todo lo cual conforma una realidad altamente compleja que no se puede despachar con tres improperios. Así pues, ni de cerca ni de lejos son ustedes, los alemanes de hoy, lo que otros dicen que son, como tampoco es razonable que en el norte de Europa se defina a los sureños como hombres hedonistas, improductivos y desorganizados sin la menor excepción. Estas simplificaciones se asemejan a la verdad como una chirimoya a un helicóptero.
Las tensiones dentro de la zona euro comportan agravios. A unos les va mal, sufren estrecheces, se les escurre el Estado del bienestar por falta de financiación como arena entre los dedos, y a ustedes les va bien, incluso muy bien. Recaudan a espuertas, pueden presumir de números negros, producen y exportan, y tienen una población laboral numerosa incorporada a un sistema industrial y financiero que funciona. Para colmo disponen de un alto grado de estabilidad política, el país está bien cohesionado, se las apañan para alcanzar mayorías de consenso.
Se les pide a ustedes que sean el motor de Europa, pero si asumen dicha función se les acusa de querer imponer su hegemonía. Es indudable la propensión europeísta de sus ciudadanos y, con ellos, de la clase política alemana en general, con escasas salvedades. Hoy se llevan bien con todos los países limítrofes, cosa rara en viejos tiempos; tienen un Ejército para ir tirando, equipado con un fusil que por lo visto yerra el tiro cuando suben las temperaturas, y son pagadores netos de la Unión Europea. Interceden con voluntad de paz en conflictos armados, costean innumerables programas de ayuda al Tercer Mundo, acogen a más refugiados de guerra que ningún otro país europeo.
Ustedes no saben venderse. Siguen pareciendo fríos, rígidos, inflexibles.
Pero algo hacen mal, señor Meier. Ustedes no saben venderse. Siguen pareciendo fríos, rígidos, inflexibles, de tal manera que generan desconfianza, tal vez temor, donde acaso merecieran algo de gratitud y por supuesto respeto, por lo que no es de extrañar que un número cada vez más grande de contribuyentes alemanes pierda la paciencia y prefiera que sus impuestos sirvan para subvenir a los gastos nacionales y no para socorrer a países que pagan favores con ofensas.
No se lo tome a pecho, señor Meier. Alemania es, entre otras cosas, un símbolo, arrastra su horrible historia de nazismo y guerras mundiales, y gana al resto en población. Los representantes de otros países de la zona euro (pongo por caso el finlandés, el austriaco, los bálticos o el esloveno) se mostraron más intransigentes que ustedes en aquella nocturna reunión de Bruselas con el mandatario griego. Sin embargo, carecen de la significación simbólica suficiente para hacer de culpables. A ojos del opinante extranjero tocado de resentimiento, Alemania (una mujer y un ministro en silla de ruedas) se presta mejor al papel de malo.
Ustedes son demasiado ordenancistas para entender a las sociedades que son residuo de un largo proceso de descomposición imperial y, sin embargo, aún conservan cierto orgullo. Normas y control, tal es la filosofía económica y social de ustedes, de difícil aplicación donde imperan la indisciplina fiscal, el clientelismo, la corrupción. Y esto, señor Meier, sintiéndolo por usted, lo tengo que contar en mi artículo. No por nada, sino que como me derrame en elogios por este estupendo y hospitalario país que me acoge, me lapidarán a insultos mis compatriotas.
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