La peor crisis de Europa
La Unión se ha jugado su ser. La eurozona ha estado a punto de recibir el más duro golpe, la exclusión formal o de facto de uno de sus socios
Europa, o sea la Unión Europea (UE), doblegará hoy la peor crisis de su historia. Si no se produce un terremoto imprevisible con epicentro en Grecia. ¿Por qué es la peor? Porque “si cae el euro, Europa cae”, como la canciller Angela Merkel advirtió ya en mayo de 2010 ante el Bundestag. La enfermedad griega hizo tambalear a la moneda única. Ahora ha sido peor, porque la tensión ha durado más, porque la contradicción entre las capitales era drástica, porque el colapso se ha palpado en el “corralito” financiero. La Unión se ha jugado su ser. La eurozona ha estado a punto de recibir el más duro golpe, la exclusión (formal o de facto) de uno de sus socios, que habría roto el principio de irreversibilidad en que se sustenta. Y pues, la credibilidad del euro ante los mercados se habría derrumbado, porque ante cualquier nuevo envite nadie podría alegar que la salida de otro miembro fuese imposible.
La caída del euro habría acarreado la de la UE, porque el euro no es un adorno, emblema o capricho de 19 de los 28 Estados miembros de la Unión. Todos ellos (con una excepción y media que confirman la regla, Reino Unido y Dinamarca) están llamados a integrarse en él. Se obligaron a ello desde el Tratado de Maastricht (1992), y así lo confirmaron en sus sucesivas reformas.
Además, la moneda supone la culminación del mercado interior. Y la solución final a la desestabilización monetaria importada desde los últimos años sesenta por los vaivenes del dólar: primero fue la “serpiente monetaria”; luego el Sistema Monetario Europeo; y al final, cuando todo fallaba ante las tormentas, el euro: esa moneda irreversible, a la que se entra, pero de la que no se sale. Por eso es a un tiempo producto de una necesidad económica y encarnación de una voluntad política, de autonomía monetaria continental ante el Imperio.
La caída del euro habría acarreado la de la UE, porque el euro no es un adorno
Jean Monnet escribió que “los hombres no aceptan el cambio sino por necesidad” y que “no ven la necesidad sino en la crisis”. Y las crisis no son sino los momentos en que “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer”, como quería Antonio Gramsci. Habrá que convenir en que la Unión se ha fraguado a base de crisis entre los obsoletos Estados-nación y el emergente proyecto supranacional. Y avanza superándolas… junto al abismo. Para algunos ello muestra una debilidad congénita, la ausencia un modelo global finalista sobre el que moldearse. Para otros, prueba su fortaleza porque le permite adaptarse mediante la prueba y el error, el método científico por excelencia.
Las crisis son marca y génesis de la Unión. De distintos tipos. El más suave, de crecimiento: a cada ampliación a nuevos países (y se han producido ya cinco desde 1957), hubo que cambiar el Tratado para adecuar el albergue a la familia multiplicada. Operaciones de éxito, sí, resultado de la vis expansiva del club y de la amplia demanda de ingreso. Pero que también han registrado amargos reveses: rechazos en referéndums, de Maastricht al Tratado Constitucional, (Dinamarca, Francia, Holanda, Irlanda), que a su vez aconsejaron readaptaciones. Otras crisis son las generadas por los disensos graves: incluso anteriores al Mercado Común, como cuando Francia en 1952-54 abortó la Comunidad Europea de Defensa; o cuando Margaret Thatcher reclamó en 1979 un trato presupuestario más beneficioso al grito de “I want my money back”. Un tercer tipo de crisis ha derivado de la disparidad de enfoques de política exterior ante el entorno más inmediato (Balcanes, Oriente Próximo, Mediterráneo, Ucrania): el peor caso fue la guerra de Irak, que dividió en 2003 a los Gobiernos europeos entre halcones y palomas.
Pero la peor es la crisis sistémica. La que afecta al núcleo duro de las competencias de la Unión (no lo es la política exterior); la que involucra de forma similar a todos los socios; la que pone en vilo la estabilidad de la arquitectura política, jurídica e institucional común. Se aproximó a eso la crisis de “las sillas vacías”, cuando el general De Gaulle dictó el absentismo de Francia por una disputa sobre la Política Agrícola Común, lo que paralizó a la Comunidad entre 1965 y 1968. Un juego de niños, comparado con la gran crisis europea provocada en 2009-2010 por la Gran Recesión desencadenada por el estallido de Lehman Brothers. La actual secuencia griega es su capítulo más agónico. Todos los capítulos y todas las crisis se han superado gracias a un doble mecanismo: la conciencia del coste de oportunidad –o sea, el cálculo de que la alternativa de ruptura es siempre peor, porque la unión hace la fuerza-- ; y la voluntad de permanencia de los ciudadanos en la casa común. Todos nos deleitamos criticando a Europa, a veces porque es más barato que hacerlo al propio Gobierno. Pero nadie quiere irse de ella. Tampoco los griegos.
Todos nos deleitamos criticando a Europa, a veces porque es más barato que hacerlo al propio Gobierno
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