Tsipras, el pararrayos quemado del Gobierno griego
El jefe del Ejecutivo de Syriza ha consumido su capital político en medio de la peor crisis de la historia reciente del país
El viernes, pasadas las nueve de la noche, el primer ministro griego, Alexis Tsipras, recorrió a pie acompañado de sus más próximos colaboradores la corta distancia (600 metros) que separa su despacho de la plaza de Syntagma, abarrotada por una multitud -25.000 personas según la policía, cuatro veces más para los organizadores- en el cierre de la campaña por el no del referéndum que hoy se celebra. La comitiva se vio engullida por la muchedumbre, sin el perímetro de seguridad necesario para garantizar la integridad del jefe de un Gobierno que sólo cinco días antes había cerrado los bancos e impuesto un corralito para evitar el colapso financiero.
Fue el propio Tsipras quien había pedido hacer ese paseíllo –tal vez el último en el poder, si el triunfo del sí tumba al Gobierno y obliga a convocar elecciones-, para saludar a la gente. “Tenemos el apoyo popular, que es el mejor guardaespaldas posible”, dijo a sus colaboradores, con esa tranquilidad tan suya aparentemente incólume incluso en medio de la peor crisis reciente del país.
Tsipras (Atenas, 1974), el primer ministro más joven de Grecia, es un dechado de sangre fría (o de serenidad, el concepto que más repite en sus discursos, ya sea animando al voto en las plazas o en la mesa de tahúres de Bruselas); un griego de clase media, ingeniero civil e hincha del Panathinaikós, al que los sinsabores –el simple hecho de hacerse cargo de Grecia en el peor momento posible, y sin experiencia alguna de gobierno ni conocimiento del Estado- sólo le han pasado la factura de unos pocos kilos de más, y ni una cana.
Poli bueno del Ejecutivo durante buena parte de este tiempo –el malo, el polémico titular de Finanzas, Yanis Varoufakis, casi logra opacarle, sin conseguirlo-, Tsipras es hoy un pararrayos quemado tras cinco meses de descargas inclementes: de las instituciones, las cancillerías y los mercados. Para unos, como el analista de la oposición Alcis Galdakas , la imagen que mejor describe al líder de Syriza es la de un cadáver (político) joven y hermoso, como el de los héroes clásicos. “Tsipras ha vivido la política exactamente como una estrella del rock, una vida intensa pero corta. Y la política le ha dado mucho más a él que al contrario, ya es hora de que se despida”, señala. Para otros, como el veterano Dimitris Jristú, que fue miembro de la Ejecutiva del partido, su bisoñez, combinada con las dificultades, se han conjurado en su contra: “Ha cometido dos errores capitales: la ingenuidad de pensar que el acuerdo era sobre cuestiones técnicas, y no una negociación política real, y la de ignorar, con cierta ceguera aun bienintencionada, el grado de disfuncionalidad del Estado”
Quien fue capaz de romper el bipartidismo vigente durante cuatro décadas hizo sus pinitos en política en la lucha estudiantil, liderando con 16 años la ocupación de un colegio. En 2006 se coló en la alcaldía de Atenas, con el 10,5% de los votos, y en 2008 se aupó como líder de Synapismós, el germen del que poco más tarde surgiría Syriza, coalición de grupos socialistas, maoístas, trotskistas y verdes. De su mano, Syriza pasó de lograr el 3,3% de los votos en las generales de 2004 a rozar la mayoría absoluta en enero de 2015, con el 36,3% de apoyos. En paralelo a su ascenso, Grecia se precipitaba hacia a un abismo que, como la multitud que le engulló en el mitin del viernes, amenaza con tragárselo a él y a su Gobierno, un equipo en el que frente a la electrizante presencia de Varoufakis, hay personajes que en los últimos días han tirado de él en direcciones opuestas: el ala izquierda de Panayotis Lafazanis, ministro de Industria, frente a la morigerada actitud del respetado vicepresidente, Yanis Dragasakis. Pese a las tendencias centrípetas, todos coinciden en afirmar que la decisión del referéndum fue únicamente suya. Una huida hacia adelante, un órdago a la grande, una figura retórica en un cuaderno emborronado de deberes.
En noviembre pasado, tras participar como estrella invitada en la asamblea fundacional de Podemos en Madrid, fue agasajado por sus anfitriones con un bufé informal en un local del barrio de Lavapiés, cerrado para la ocasión. Había intervenido poco antes en olor de multitudes en el acto, donde fue aclamado como el primer ministro que dos meses después iba a ser. Entre parabienes, selfis y apretones de manos, la imperturbable presencia de ánimo de Tsipras, tal vez cansado, o sobrepasado, requirió unos minutos de retiro de la masa humana que le rodeaba y en una esquina, solo, mudó el gesto de agobio que exudaba en la serenidad que hoy también, seguro, le acompaña.
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