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Después de la bandera confederada, ¿‘Lo que el viento se llevó’?

Los símbolos del bando eslavista durante la Guerra Civil perviven en Estados Unidos

Marc Bassets
Una imagen de la película 'Lo que el viento se llevó'.
Una imagen de la película 'Lo que el viento se llevó'.

No es solo la bandera. Los símbolos de la vieja Confederación —los 13 estados sureños que en 1860 y 1861 declararon la secesión para preservar la esclavitud— perviven en Estados Unidos. Además de la cruz de San Andrés con estrellas sobre fondo rojo, existe un panteón de héroes de la Guerra Civil que merecen monumentos y dan nombre a carreteras, escuelas o bases militares.

El asesinato de nueve negros en una iglesia afroamericana de Charleston (Carolina del Sur), el 17 de junio, a manos de un racista blanco ha precipitado un debate sobre los símbolos confederados. En su página web, el pistolero exhibía la bandera confederada y quemaba la de EE UU.

Algunos defensores de la bandera sostienen que no es más que una seña de identidad regional o un tributo a los ancestros muertos en la Guerra Civil. Pero la identificación con el esclavismo y el racismo de la Confederación ha llevado a estados como Carolina del Sur y Alabama a pedir su retirada de terrenos públicos y a otros, a reexaminar los símbolos de un pasado incómodo.

No hace falta que salir de Washington para ver una estatua de Robert E. Lee, el gran general confederado, o de Jefferson Davis, el presidente de la Confederación. Sus estatuas se encuentran en el Capitolio, sede del poder legislativo de nación que traicionaron e intentaron destruir. Y solo hay que cruzar el río Potomac, al estado de Virginia, para circular por la Jefferson Davis Highway, la carretera que lleva al aeropuerto Ronald Reagan, o visitar campos de batalla de la guerra donde nostálgicos se disfrazan de soldados de ambos bandos.

La vieja capital de la Confederación, Richmond, a dos horas en coche de Washington, también tiene su Mall, a imagen de la avenida de la capital federal con monumentos a los grandes presidentes y a los caídos en las guerras. En el Mall de Richmond se elevan monumentos a Davis y a Lee (también desde 1996 a Arthur Ashe, tenista afroamericano nacido en la ciudad).

Por todo el país hay escuelas Robert Lee y escuelas Jefferson Davis. Bases como Fort Hood o Fort Bragg —bases del ejército de la Unión— llevan el nombre de generales que combatieron a este ejército. Nadie diría que el Sur perdió la guerra y que el Norte la ganó.

Pero el Sur ganó la paz. “A finales del siglo XIX y principios de XX, los símbolos confederados, los héroes confederados, en particular Robert E. Lee, se incorporaran en una especie de relato nacional de la reunificación”, explica el historiador de Yale David Blight, que en libros como Race and Reunion (Raza y reunión) ha estudiado la evolución de la memoria de la Guerra Civil. Las grandes películas de la Guerra Civil, como Lo que el viento se llevó, presentan una visión romantizada del Sur como la causa perdida, derrotada pero honorable.

“El Sur fue derrotado”, dice Blight, “pero los problemas de aquella guerra no terminaron”. En otras palabras: hubo reconciliación —entre blancos del sur y blancos del norte— pero no justicia para los negros. Después llegaron décadas de apartheid hasta que en los años cincuenta y sesenta, un siglo después del final de la guerra, el Tribunal Supremo y el Congreso ilegalizaron la segregación.

Medio siglo después, EE UU tiene un presidente negro, pero las desigualdades económicas, la represión policial y la discriminación en el sistema de justicia, y crímenes como el de Charleston recuerdan que la historia no ha terminado. “Soñábamos con que entrábamos en una era postracial en América con la elección de Obama [en 2008] y mire de qué hablamos hoy, cuando Obama está a punto de entrar en el último año de su presidencia”, dice Blight.

El historiador cree que la retirada de la bandera es insuficiente. “Al parecer en Estados Unidos es necesaria una matanza perpetrada por un joven supremacista blanco para avergonzar a las personas en cargos de poder y llevarlas a retirar este símbolo en particular”. Blight se queja de que, después de la matanza de Charleston, el debate se haya centrado en la bandera y no en la regulación de las armas de fuego o en las leyes electorales que limitan el voto de las minoría.

Otro problema es hasta dónde llegar en la retirada de los símbolos. ¿Hay que seguir con la estatuas? ¿Cambiar los nombres de calles y carreteras? ¿Repudiar Lo que el viento se llevó, como proponen algunos?

No existe un relato único sobre el pasado en EE UU. La idea de que la esclavitud tuvo un papel secundario en la Guerra Civil, por ejemplo, sigue arraigada en Sur. Para un blanco conservador en esta región la bandera no significa lo mismo que para un negro descendiente de esclavos. La línea que separa a los estados del Sur de los del Norte coincide, con variaciones, con la de los estados que votan al Partido Republicano en las elecciones presidenciales y los que votan al demócrata. En el deep south, el Sur profundo, Obama obtuvo en 2012 un 16% del voto blanco; en algunas zonas rurales, menos del 10%, según The New York Times.

Pero el Sur cambia. Es más diverso y dinámico. La población crece más rápido que en el Norte. En las últimas décadas se ha producido un éxodo —en realidad, un regreso— de negros del Norte hacia el Sur, la tierra de sus abuelos. Sí, la bandera es solo un símbolo, pero los símbolos cuentan, una acción --retirar la bandera de los lugares públicos--que hace un mes era inimaginable, ahora cuenta concita un consenso amplio.

“Debemos retirar la bandera confederada y debemos hacerlo ya”, ha dicho esta semana el republicano Paul Thurmond, legislador de Carolina del Sur. Thurmond es hijo de Strom Thurmond, el segregacionista sureño y líder de los dixiecrats, los demócratas sureños escindidos del Partido Demócrata cuando este, tradicionalmente el partido de la segregación, empezó a defender los derechos civiles. “Pero si nos paramos aquí, nos estaremos engañando y desaprovecharemos una oportunidad para mantener un debate sobre cómo sanar nuestro estado”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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