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Columna
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Mal griego, mal de otros muchos

Las abusivas pensiones de Grecia equivalen al corporativismo de taxistas y notarios

Xavier Vidal-Folch

El papel es impresionante. Si sería mera táctica la táctica negociadora durante cinco meses, que los 11 folios de la última oferta de Grecia —del lunes— son una completa vuelta de calcetín a kilos de retórica antineoliberal.

Si sería disparatado el sistema griego de jubilaciones, el gran escollo de la polémica, que el ajuste asumido por Alexis Tsipras quintuplica el encajado en 2010 por José Luis Rodríguez Zapatero. Lean bien: lo quintuplica. Zapatero aceptó un recorte de pensiones de 1.800 millones de euros, menos de dos décimas del PIB español. Tsipras asume ahora unos ajustes en este ámbito del 1,05% ya en 2016: sobre todo de las enloquecidas jubilaciones anticipadas a 52 años; pronto no se retirará nadie antes de los 67. Albricias.

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Ya pueden cantar misa quienes esgrimen que Syriza no ha cedido. Pura chatarra propagandística. Es que ha hecho bien, cediendo en todo lo que era lógico: lo fundamental. Y a cambio, salvando su paquete de emergencia social (familias sin electricidad, pensionistas sin asistencia médica) que también era digno, y justo, y necesario.

Lo sorprendente es que haya tardado tanto en aceptar lo evidente, a costa del derrumbe económico, la caída del crecimiento recién iniciado, la pérdida del superávit presupuestario primario, la escapada de 30.000 millones de depósitos bancarios. ¿Ha esperado tanto por cálculo negociador? ¿Por infundado temor a ceder en otras cuestiones menos sensibles? ¿Por aparecer ante sus talibanes como el que forcejea hasta el último segundo?

Quizás. Hay otra explicación más descarnada. Determinadas jubilaciones griegas (no todas), diseminadas hasta hace poco en más de 100 fondos de pensiones, consagraban situaciones de inequidad propias de las “rentas de situación” de David Ricardo: aquellas rentas diferenciales derivadas de la localización específica de un activo: de su proximidad geográfica o social a otras rentas superiores, de la casualidad, del azar-no-productivo.

La resistencia a las reformas de verdad (no a la mera depresión salarial, que es lo fácil, y lo más injusto) es mayor cuanto más consolidadas están esas rentas de situación. Y cuando mejor se adornan con la coartada de la justificación social (a veces, religiosa), algo siempre muy sensible para el progresismo y la ética.

Qué insidioso, pues en su mayoría se trata de meros corporativismos. Cuando los jubilados griegos apenas pospúberes se jactan de causa justa, se equiparan a los taxistas y farmacéuticos italianos que se resistían a las reformas liberalizadoras de Mario Monti (abrir ¡en domingo!); a los notarios y comerciantes franceses que denigran a Manuel Valls porque predica la libertad de establecimiento y mayor libertad horaria; a los colegios profesionales españoles que rehúyen la competencia.

El mal griego es mal nuestro. Es mal de otros muchos porque el corporativismo cerrado constituye la antesala de la autocracia (El corporativismo en España, M. P. Yruela y Salvador Giner, Ariel, 1988). Donde mandan los taxistas nunca imperan los Parlamentos.

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