Egipto, abismo sin fondo
La condena a muerte del primer y único presidente egipcio elegido democráticamente es grave y demoledor para el futuro de la democracia del país
“Una farsa”, así ha calificado Amnistía Internacional el macrojuicio que este sábado ha condenado a muerte a más de 120 personas en El Cairo, entre ellas al expresidente Mohamed Morsi. Pero esta farsa en la que no se han respetado las mínimas garantías procesales, que repite el patrón de varios juicios expeditivos celebrados en el último año con otros tantos centenares de condenas a muerte, es, además de una debacle en términos de derechos humanos, una tragedia política. Para Egipto y para la ausente comunidad internacional, que a lo más que ha llegado es a que un portavoz de Ban Ki-moon haya expresado “la gran preocupación” que estos hechos han suscitado en el secretario general de Naciones Unidas.
Que el primer y único presidente egipcio elegido democráticamente sea condenado a muerte es ya de por sí grave. Pero sobre todo es demoledor para el futuro de la democracia en Egipto que los delitos motivo de la condena, el motín y la fuga de la cárcel en plena revolución de enero de 2011, se identifiquen con la esencia misma del levantamiento popular que acabó con Mubarak. Esto viene a ser una condena de toda la revolución, tanto en su espíritu como en sus formas.
El delito de Morsi y los demás condenados parece que no ha sido otro que hurtarse a su detención ilegal, si bien el juicio se ha realizado revuelto con otro por espionaje y complicidad con entidades terroristas extranjeras, Hamás y Hezbolá en concreto. Según el delirante juez Shaaban Al-Shami, los famosos túneles del Sinaí habrían servido para pasar hombres y pertrechos con que acometer el motín carcelario y luego amenazar la seguridad del Estado. Hasta tal punto llega la sinrazón que han sido condenados por participar en los hechos revolucionarios Raed Attar, palestino asesinado en Gaza en 2008, y Hasan Salameh, encarcelado en Israel desde 1994. En la lista de sentenciados no ha faltado tampoco la cúpula de la Hermandad, pero en esta ocasión, además, se incluyen reputados intelectuales islamistas, como el profesor de Ciencias Políticas de la American University in Cairo Emad Shahin y la joven portavoz internacional de los hermanos Sondos Asem, ambos juzgados en rebeldía (Shahin está en Washington y Asem en Oxford). Conociendo la calaña del juez, estas dos condenas bien parecen una bofetada a los bienpensantes líderes occidentales que en su día les acogieron como interlocutores.
Si esto sucedía el sábado por la mañana, por la tarde se conocía que, tras otro controvertido proceso judicial, las peñas futbolísticas de ultras eran declaradas entidades terroristas. La politización de las peñas antes y después de la revolución ha motivado frecuentes altercados entre seguidores y fuerzas de seguridad en los alrededores de los estadios, con la particularidad de que en el último año y medio, tras la aprobación de la regresiva Ley de Manifestación que ha llevado a la cárcel a conocidos activistas, las peñas se habían convertido casi en la única forma legal de reunión y manifestación de jóvenes revolucionarios de variado signo, igual islamistas que socialistas, anarquistas o simples estudiantes contestatarios.
Sin la complicidad abierta del poder judicial, la represión desencadenada tras el golpe de Estado de julio de 2013 no habría alcanzado los niveles a los que estamos asistiendo. En Egipto no queda ya refugio alguno para la libertad: no existe poder legislativo y los medios de comunicación están totalmente sometidos. La Junta militar hace y deshace mientras 42.000 presos políticos llenan las cárceles y cada vez se reducen más las opciones de los opositores: la radicalización yihadista o el exilio parecen ser las últimas vías de escape.
Es difícil medir o pesar aberraciones en el abismo sin fondo en que han caído los derechos humanos en Egipto. Pero este fin de semana se han borrado de un plumazo varios límites. A la gravedad de lo sucedido solo le supera la impudicia con que se ejecuta y se presenta, con el apoyo tácito por parte de Occidente, que recibe a Sisi en París, Roma o Madrid: el dictador es un buen amigo, garante de la estabilidad en un país determinante para que todo siga como siempre y no se atiendan las demandas de democracia de los pueblos árabes. Pero este tipo de estabilidad a la larga sale cara.
Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
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