Espías como los de antes
El historiador Nigel West reflexiona sobre los cambios en el espionaje desde la Guerra Fría
Tras el hundimiento del bloque soviético, los servicios de espionaje occidentales pasaron por una serie de fases que reflejaban muy claramente las preocupaciones de los políticos de la época. Primero llegó lo que se conoce como dividendos de la paz, cuando los políticos se cuestionaron la necesidad de seguir manteniendo los costosos monolitos del espionaje y el senador Daniel Patrick Moynihan llegó a proponer la abolición de la CIA. Con la disolución del KGB en Rusia y el desmantelamiento de las armas nucleares por todo el planeta, seguramente el periodo de enfrentamiento entre superpotencias había tocado a su fin. Se produjeron enormes recortes en las agencias de seguridad y espionaje de Occidente, mientras antiguos miembros de los servicios secretos soviéticos formaban colas frente a las embajadas estadounidenses, decididos a revelar secretos y negociar una nueva vida en la cálida Florida.
En Reino Unido, cuando la Unión Soviética desapareció del mapa, estuvo en peligro el futuro del mismísimo MI5, servicio de seguridad del país, que con gran astucia sugirió una extensión de su ámbito para tratar el terrorismo irlandés y así garantizarse la supervivencia. Desafiando la oposición de Scotland Yard, se concedió una prórroga al MI5, que prácticamente abandonó sus misiones de contraespionaje y contrasubversión y empezó a colar agentes en el Ulster para enfrentarse al IRA Provisional, empleando sus sofisticados recursos de vigilancia contra el crimen organizado e investigando a policías corruptos que hasta la fecha no habían sido detectados con los medios convencionales.
Esa fase de recortes dejó a Occidente en una situación de desventaja considerable cuando Al Qaeda explotó el concepto de amenaza trasnacional. A diferencia de las anteriores organizaciones terroristas, que por lo general gozaban de un cierto respaldo estatal y tenían unos objetivos políticos o territoriales negociables, la reivindicación de Osama Bin Laden de un “califato universal” implicaba que no había sitio para las negociaciones extraoficiales que llevaron a la paz en Irlanda del Norte. Y lo que era peor, Bin Laden estaba bien provisto de fondos y se movía fácilmente, sin que pudiesen atraparlo, desde Sudán hasta su refugio en el anárquico Afganistán. Aunque al principio hubo indicios de la determinación de Al Qaeda para cometer atrocidades ambiciosas y “espectaculares”, como el ataque al buque USS Cole en Adén y los atentados suicidas en las embajadas estadounidenses de Nairobi y Dar Es Salam, la trama de un enorme ataque coordinado en Nueva York y Washington pasó desapercibida. Los acontecimientos del 11-S pillaron al mundo por sorpresa, aunque más tarde se hallaran pistas forenses en Kuala Lumpur, Hamburgo, Londres y Saná. A los pocos segundos de que el primer avión impactase contra una de las Torres Gemelas, las personas sentadas en el cuartel general de la CIA, en Langley, ya sabía a quién culpar.
Tras el 11-S y los posteriores atentados en Madrid, Londres, Bali y Casablanca, Occidente optó por luchar contra el terrorismo con las clásicas tácticas de contraespionaje de la Guerra Fría: la identificación de sospechosos, la interceptación de sus comunicaciones, la interferencia de sus transacciones financieras y, por último, la neutralización de terroristas conocidos. Algunos aspectos de este proyecto —como el traslado clandestino de prisioneros, ciertas técnicas de interrogatorio, el control del tráfico electrónico y el despliegue de drones armados con misiles Hellfire— fueron difíciles de aceptar, y aunque condujeron a la decapitación de Al Qaeda y dejaron a los yihadistas sin líder, también privaron a los servicios secretos del respaldo político necesario para seguir con la guerra contra el terrorismo.
Ese aislamiento exitoso de Al Qaeda tuvo un precio, y Occidente destinó amplios recursos a unos presupuestos de inteligencia cada vez más altos. En líneas generales, el tamaño del aparato de seguridad y espionaje occidental se ha duplicado. Las estadísticas hablan por sí solas: en 2013, los servicios secretos estadounidenses contaban con 107.035 trabajadores y dispusieron de un presupuesto anual total, aprobado por el Congreso, de 52.500 millones de dólares (49.100 millones de euros). De estos, 14.700 millones fueron a la CIA, que contrató al equivalente de 21.459 empleados civiles a tiempo completo; 10.800 millones a la Agencia de Seguridad Nacional, con un personal compuesto por 14.940 civiles y 23.400 militares; y 10.300 millones a los expertos en satélites de la Oficina Nacional de Reconocimiento. En cuanto a las operaciones, 20.100 millones se gastaron en actividades de espionaje general; 17.200 millones en operaciones contra el terrorismo; 6.700 millones en operaciones contra la proliferación; 4.300 millones en ciberoperaciones; y 3.800 en contraespionaje.
Actualmente, los principales objetivos de las agresivas operaciones de contrainteligencia son China, Rusia, Irán, Israel, Corea del Norte, Pakistán y Cuba, lo que refleja la situación de lo que podría definirse como cuarta fase post soviética. Cada vez hay más pruebas de que el Kremlin ha autorizado a las agencias que sucedieron al KGB —el SVR, antiguo primer alto directorio del KGB y responsable de operaciones exteriores de inteligencia; el FSB, que se ocupa del contraespionaje doméstico; y el recalcitrante GRU, el servicio de inteligencia militar— para que localicen y eliminen a los enemigos del régimen, y se expandan hasta abarcar los ámbitos clandestinos del espionaje político, militar e industrial.
El asesinato en febrero de 2004 del líder checheno Zelimján Yandarbíyev en Qatar, y la muerte en extrañas circunstancias de Alexander Litvinenko en Londres, envenenado en noviembre de 2006 con polonio 210, una toxina radioactiva letal que alguien vertió en su taza de té, se consideran pruebas del amplio alcance de Moscú. Lejos de ser casos aislados, estos incidentes podrían apuntar a algunos elementos de la Guerra Fría, como las revelaciones sobre el Departamento 13 de la KGB, que contrató a Nikolai Jojlov y Bogdan Stashinski para eliminar a los oponentes del régimen soviético. Asimismo, en julio de 2006 la Duma promulgó leyes para aprobar los asesinatos en el extranjero.
Puede que la tecnología haya cambiado, pero los elementos esenciales del espionaje internacional siguen dependiendo de la habilidad de los hombres y mujeres encargados de supervisar a los agentes para persuadir a los irresponsables, los insatisfechos, los indigentes y los ideólogos de que revelen información clasificada. Esa es la parte espinosa del trabajo de recopilar información secreta, pero los fundamentos son exactamente los mismos que cuando Kim Philby y los famosos cinco de Cambridge exprimieron a Whitehall para que revelara sus secretos y comunicárselos a los soviéticos, o cuando John Walker vendió la información de sus contactos del KGB a la flota de misiles balísticos de la Armada estadounidense.
Aunque esos espías actuaron durante la Guerra Fría, los métodos son idénticos. El proceso de detección de talentos, cultivo y acceso antes de la presentación, seguidos de la propuesta de colaboración propiamente dicha, es una experiencia humana intensa que involucra a agentes que trabajan bajo muchos disfraces. Algunos son ilegales, profesionales bien entrenados que adoptan una identidad falsa y pasan desapercibidos durante muchos años, viviendo en países ajenos a su presencia. En julio de 2010, un grupo de diez ilegales del SVR, amas de casa y hombres de negocios de lo más inocente, fueron descubiertos por el FBI y expuestos como espías del SVR que llevaban trabajando de manera encubierta en Estados Unidos desde hacía más de una década. A principios de este año, el FBI descubrió en Manhattan a otro agente del SVR que, con una tapadera comercial, intentaba reclutar a estudiantes en una escuela de negocios, lo que indica un nuevo cambio de táctica, una inversión en fuentes potenciales de información comercial o privada.
Mientras la temperatura de las relaciones internacionales se enfría, el mundo del espionaje sigue bullendo… plus ça change!
Nigel West es autor de Historical Dictionary of Cold War Counterintelligence (Diccionario histórico de la contrainteligencia en la Guerra Fría), de Scarecrow Publishing, y acaba de publicar Double Cross in Cairo (Doble juego en El Cairo), de Biteback Books.
Traducción de News Clips.
Un espía entre amigos. La gran traición de Kim Philby, de Ben McIntyre, está editado en Crítica.
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